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Juan R. Gil

ANÁLISIS

Juan R. Gil

¿Pero no estábamos en guerra?

Los errores puestos de relieve en el inicio de la vacunación son un síntoma preocupante: demuestran que las Administraciones se están amoldando a convivir con el virus en lugar de actuar con la tensión de la excepcionalidad

¿Pero no estábamos en guerra?

Un año después de que la pandemia entrara en nuestras vidas para ponerlas del revés, estamos donde estábamos, si no peor. Las últimas estadísticas publicadas arrojan cifras similares a las de marzo, cuando hubo de dictarse el confinamiento domiciliario de la población, con jornadas en las que se ha batido el récord de aquellas fechas. Se trata, desde luego, de un fracaso colectivo: uno no necesita un guardia a su lado para cumplir las mínimas normas que han mostrado alguna eficacia para frenar el virus: mascarilla, distancia, lavado de manos, reducción de la movilidad en todo lo que sea accesorio, evitación de reuniones innecesarias... Pero que haya una clara responsabilidad individual en lo que está ocurriendo no exime de culpa a quienes desde los gobiernos tienen la obligación de gestionar esta crisis. Y tampoco vale, salvo como consuelo de tontos, la comparativa con otros países, que pasan por lo mismo. Siempre hay ejemplos para todo, pero sólo nos deberían servir, en todo caso, los ejemplos buenos. Y, sin embargo, nos conformamos con citar a los que están igual o peor, como si eso nos fuera a redimir de nada.

El discurso oficial va por un lado. Los hechos, por otro. Decimos: estamos en guerra. Pero no actuamos como si eso fuera cierto. Ni desde el punto de vista de los comportamientos colectivos -nos hemos pasado diciembre en la calle, de tienda en tienda- ni desde el de las medidas gubernamentales. La vacunación es un ejemplo de este trampantojo permanente en el que vivimos. Decía hace unos días uno de los mayores especialistas en el tema que una vacuna, por sí misma, no es nada: lo que importa es su aplicación. ¿Qué planes de guerra han arbitrado las administraciones para proceder a esa vacunación de la forma más rápida y efectiva posible? Ninguno que se nos haya explicado. No sólo es que no se haya contado con los recursos de que disponen el Ejército, la sanidad privada, las mutuas... Es que ni siquiera se ha establecido un plan de logística extraordinario: el personal de enfermería recién jubilado, por ejemplo, está pidiendo ser utilizado. Y lo está pidiendo, precisamente porque nadie lo ha movilizado. Ni siquiera se ha vacunado en días festivos, salvo a última hora cuando ya se habían disparado las críticas. ¿Pero no estábamos en guerra? Las guerras se libran las 24 horas del día, los siete días de la semana y los 365 días del año. Y los contendientes, mientras duran, sólo tienen un objetivo: ganarlas haciendo los sacrificios que haya que hacer.

La mayor campaña de vacunación masiva de la historia se ha previsto como si de la profilaxis de la gripe se tratara. Ni más ni menos. Quizá usted, lector, esté dentro de alguno de los grupos de riesgo: padece una enfermedad grave, es obeso, es fumador, es diabético... ¿Sabe usted aproximadamente cuándo será vacunado? ¿Ha recibido alguna comunicación al respecto? ¿Se ha puesto en contacto alguien con usted? ¿Puede al menos recurrir a algún documento oficial, un decreto en el BOE por ejemplo, donde pueda encontrar algún tipo de indicación fiable acerca de cómo se va a desarrollar la campaña? No. Sabemos que primero serán vacunadas las personas mayores que se encuentran en residencia (donde se registraron los mayores índices de mortalidad cuando este desastre empezó) y luego el personal sanitario de primera línea. No hay nada más escrito. E incluso esos dos grupos, que tiene toda la lógica del mundo que sean los primeros en inmunizarse, están viendo cómo en la práctica todo son improvisaciones. Sabemos cuántas personas hay en España, cuántas en cada grupo de edad; sabemos cuántos sanitarios y sabemos por grupos qué patologías tienen los ciudadanos. Sabemos las dosis que van a llegar y cuándo. Tenemos (tienen los gobiernos) todos los datos. Y hemos dispuesto de un año para organizarlo. Pero a alguien se le olvidó, a lo que se ve, contratar a un experto en logística. Hace doce meses, todos los gobiernos podían decir que nadie estaba preparado para lo que se nos vino encima. Ahora no hay excusa.

Los errores que en esta primera fase de la vacunación se han cometido (confiemos en que se corrijan cuanto antes o se tardará años en inmunizar de forma efectiva a la población) no son, sin embargo, más que el síntoma de otro mayor: la sensación de que las administraciones se han avenido a convivir con la crisis sanitaria y, en consecuencia, con la económica y social que lleva aparejada. Estamos en guerra, porque lo dicen, no porque actúen como si de verdad estuviéramos. Tan lejos como el pasado mes de abril, las principales revistas científicas (Science, Lancet...) ya publicaron artículos de expertos que predecían la evolución por olas de la pandemia. El virus es nuevo, pero no es un alienígena: se comporta en muchos casos como otros virus que son bien conocidos por la ciencia. Así que se tenía claro esa expansión por sucesivas olas (avanza, se retira, avanza...). ¿Alguien planificó «rompeolas»? No. Nos hemos movido en el territorio de la propaganda: asustar cuando llega un pico («nos quedan semanas muy duras»), relajarse cuando éste baja. Como si hubiéramos hecho algo efectivo para que bajara, como si no estuviéramos advertidos de que ese retroceso de la ola vendrá seguido de otra mayor si no se aprovecha para endurecer las medidas justo cuando los picos son menores. Lo hacemos al revés: cerramos bares cuando el contagio vuelve a ser exponencial, en lugar de tomar las medidas antes, cuando estamos en mejor disposición. ¿No estamos en guerra? Las reglas de la guerra dicen que se ataca con más fuerza cuanto más débil está el enemigo: no que nos permitimos todos un descanso cada vez que parece retirarse. Pero eso es lo que hacemos: incrementar los cierres perimetrales, los toques de queda cuando el pico está en lo alto, y reducirlos en cuando parece que baja.

Esta es una guerra (ya sé que he repetido la palabra decenas de veces en este texto, pero quizá lo mejor sería usarla al menos una vez en cada párrafo), pero con características singulares, que tampoco estamos siendo capaces de ver. En una guerra convencional, los gobiernos lo primero que hacen es imponer la censura: para evitar la desmoralización de los propios, para que el enemigo tenga el mínimo de información posible. Pero aquí el enemigo no piensa (ni siquiera en puridad es un ser vivo), ni traza estrategias: sólo actúa. Por eso, en este caso, al contrario que en una guerra al uso, a mayor información y mayor transparencia, más posibilidades de éxito. ¿Se está haciendo así? No. Se hace justo lo contrario. Sigue siendo dificilísimo entender las normas que se dictan. No se hace pedagogía alguna. Y no se lideran ni las actuaciones ni las explicaciones. Los presidentes autonómicos comparecen muchas veces para hablar de medidas que no les competen en toda su extensión. El Gobierno les pasó la patata caliente desde el verano y parece que con él no vaya lo que está ocurriendo: ¿Madrid vacuna menos y Asturias vacuna más? Pues será cosa de cómo se lo montan en cada autonomía. ¿Quién garantiza entonces, en un caso como éste, de literal vida o muerte, la igualdad de todos los españoles de forma real y efectiva? ¿Y de qué sirve que Asturias vacune bien si Madrid, el gran centro de expansión, lo hace mal?

No es una cuestión del sistema. No es un tema de autonomías o Estado centralizado. Alemania es un estado federal. Y no le está yendo bien en estos momentos. Pero la sensación de que allí se trabaja de forma coordinada entre el Gobierno de la señora Merkel y los landers y aquí el juego se limita a pasarse la pelota de unas administraciones a otras resulta sonrojante, por no utilizar un calificativo más duro, con independencia de los resultados.

Estamos en guerra, aunque sólo lo digamos pero no lo asumamos. Pero, igual que en la cuestión de la información, limitada en un conflicto armado pero básica en esta lucha, también hay otra singularidad que no se nos mete en la cabeza. En una guerra como las que vivimos en el siglo pasado, la zona caliente es el frente, mientras en la retaguardia, pese a los sacrificios, hay lugares templados donde de hecho se envía a descansar a la tropa que es relevada de primera línea. En la Segunda Guerra Mundial se podían ver fotos de las cafeterías parisinas llenas de gente (del París tomado por los nazis), mientras Londres estaba siendo bombardeada. Pero aquí, no hay frente. El enemigo está en todos los sitios. ¿Cómo es posible, entonces, ver las imágenes que hemos visto este mes de diciembre, de calles, cafeterías, tiendas, llenas a reventar? Hay, ya lo he dicho, una responsabilidad individual. Pero también otra de la Administración, que no está haciendo sus deberes. Hemos visto a la gente. A la Policía la hemos visto cuando las redes sociales o las webs de los medios empezaban a llenarse de fotos intolerables. El colmo, por poner un ejemplo especialmente significativo, es el cristo (perdón por la expresión) que se montó con la Cabalgata de Reyes de València, un ayuntamiento por cierto gobernado por Compromís y el PSOE, los mismos socios que desde el Consell pedían prudencia y hasta confinamientos. Repito: el discurso va por un lado pero, desgraciadamente, los hechos van por otro.

Lo vamos a pasar mal, nos están diciendo ahora. Ya lo sabemos. Lo vamos a pasar mal por muchas razones, bastantes de ellas de índole social. Pero también porque la Administración sigue siendo incapaz de gestionar la lógica de esta situación de guerra. Los hospitales están a punto de desbordarse, pero los de campaña que se montaron (y nunca se han usado) al principio de la primera ola no tienen las condiciones, ni de instrumental ni de climatización, necesarias para aliviar de forma suficiente al sistema hospitalario convencional. No consta tampoco ningún plan específico, concreto, ordenado, de utilización de los recursos privados. Deben ponerse al servicio del sistema público, claro. Faltaría más. ¿Pero cómo van a ser utilizados? No se sabe. Se suspenden consultas, intervenciones, la mayor parte de la práctica médica. Puede tener su lógica. Pero la pregunta sin responder sigue siendo la misma: con qué fin. Porque si es para poner todos esos recursos a vacunar mañana, tarde y noche, tiene sentido. Pero eso no es lo que se ha hecho.

Hasta aquí, no ha habido un solo día que hayamos tenido la sensación de estar ganando esta guerra. La ciencia ha trabajado como nunca (nadie creía que pudiera disponerse de vacunas en tan poco tiempo), pero los efectos positivos de ese monumental esfuerzo están siendo, de momento, mal aprovechados. Es, como dije, un fracaso colectivo, que de no enmendarse pagarán varias generaciones.

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