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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Juan Romero: el júbilo del maestro

Vista del hemiciclo del Congreso de los Diputados

De Joan, o Juan, Romero sabía en la distancia, claro, pero personalmente le conocí en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, presentado por el inolvidable Pepe Beviá. Negociábamos una Proposición sobre la unidad de la lengua catalana y la promoción del valenciano a tres bandas, implicando a CiU en un momento que era muy sumisa a Aznar. Me impresionó su tranquilidad y larga perspectiva. Después, los años y los comunes intereses han acabado por fortalecer una amistad que solemos consolidar cada semana, más o menos, con una llamada en la que comentamos las cosas humanas, que para las divinas no nos queda tiempo. Y en esos años no ha dejado de crecer mi admiración por él. A él pedí auxilio cuando me eligieron Conseller -no se me olvida una larguísima conversación veraniega en el claustro de la Nau, en la antigua Universidad de Valencia-, que me ayudó a reflexionar para marcar algunas líneas de pensamiento y acción de las que no me desvié en mi mandato. Porque, quizá, el rasgo humano que más me interesa de Joan sea su generosidad: sencillamente, nunca dice que no cuando le pides algo… y mira que he tenido ocasión de solicitarle ideas, artículos, conferencias… Incluso me ha honrado compartiendo la firma de algunos artículos para periódicos o para libros. A veces nos ha atropellado la ilusión, y aún tenemos algunas ideas pendientes por llevar al papel. Todo llegará.

En Joan hay una auténtica pasión por la política. Quizá soterrada, a veces emergente, cuando cabecea y dice, de una manera u otra: “no es eso, no es eso” o, al revés: “eso es, eso es”. Pero es pasión recia, inquebrantable. Que no se confunde, por supuesto, con el apasionamiento exhibicionista de tanto politicastro de selfi y de regocijo en el denuesto. Y no es política de la de ayer: es que o es la pasión embridada por la razón que necesitamos para mañana o estaremos perdidos. Pero como los caminos de la política son inescrutables, este País perdió un político activo de primera talla -nunca he oído a Joan quejarse de algunas trampas que le tendieron- pero ganó al mejor analista de la realidad política, con una perspectiva cívica, global. Joan es el valenciano que mejor entiende a Alicante y sus circunstancias, por ejemplo.

Quien haya participado con él en cualquier actividad académica o cultural sabrá de su profundidad analítica, de su rigor sin concesiones y de su capacidad para diseccionar la realidad hasta descubrir raíces y costuras. Ello ha dado lugar a una impresionante colección de publicaciones. Algunas son más estrictamente “profesionales”, de materia geográfica: no soy un experto, pero Jorge Olcina me dice que son esenciales desde muchos puntos de vista. En otros casos la geografía se ha ido abriendo, ha caminado hacia la sociología, la economía, la politología o la antropología: a la realidad compleja y total le responde con unas interpretaciones complejas y con afán de totalidad. Ahí están sus esfuerzos por interpretar el modelo social europeo, sus análisis sobre el País Valenciano y los avatares de las clases medias -con Ximo Azagra- o el deslumbrante “La secesión de los ricos”, escrito morosa e intensamente con Antonio Ariño. Y ahora anda estableciendo criterios para una agenda plural en torno a los efectos del cambio climático. Todo ello le convierte en uno de los intelectuales fundamentales valencianos.

Joan se ha jubilado. No le gusta. Echará de menos al alumnado y ese alumnado le echará de menos a él, aunque algunos no lo sepan nunca. Profesores como Romero, que dan densidad y apertura, son más necesarios que nunca en una Universidad alicaída, rendida a las urgencias de un mercado que ni siquiera es capaz de autointerpretarse. Joan, en los últimos años, disfruta, sobre todo, explicando geoestrategia. Y si la geoestrategia amaneció como disciplina próxima a un pensamiento belicoso, él la transforma en instrumento de diálogo, de comprensión… aunque no siempre pueda ser optimista. Las interpretaciones de Joan no se detienen en las macrorealidades sino que tienen la especialísima virtud de coser esa globalización, que parece tan lejana, con las circunstancias de lo que nos es cotidiano. Ojalá en nuestra Comunidad se le hiciera más caso, para entendernos mejor, para no vivir ni ensimismados en la luz de nuestro aislamiento ni entregados a toda promesa distante. Para no estar condenados a la melancolía que glosa su admirado Enzo Traverso.

Joan preferiría seguir dando clase. Pero somos muchos los que estamos razonablemente seguros -como a él le gusta: sin alharacas, sin exceso de tópicos- de que amplía potencialmente el número de sus discípulos y discípulas. Ya anda escribiendo. Y necesitaremos su voz calmada y alta cuando se deba reconstruir de una vez lo que ahora yace erosionado y herido. Quizá nos alcance a muchos la “molestam senectutem”, como nos advierte el himno universitario. Pero eso no es, en este caso, ni excusa ni razón para olvidar que el “Gaudeamus igitur” termina proclamando: “Alma Mater floreat/ quae nos educavit,/ caros et conmilitones/ dissitas in regiones/ sparsos congregavit”. A los dispersos, la Universidad, casa y voluntad de saber y de enseñar, nos congrega, venidos de tantos sitios como capaces seamos de imaginar. Joan Romero invita, congrega, con él lleva el espíritu universitario que aún no ha podido ser abatido. Y el machadiano “hoy es siempre todavía”, le requiere, le obliga, nos obliga a todos, desde su ejemplo y con su amistad. Hoy ya todos somos sus discípulos.

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