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José María Asencio

Populismo y democracia

Un momento del asalto al Capitolio de EEUU.

El asalto al Capitolio de EEUU ha encendido todas las alarmas y advertido sobre la fragilidad de la democracia y el riesgo al que se ve sometido el sistema ante el auge de los populismos de todo signo. Los discursos de un Trump ensoberbecido, sin límites éticos, maestro de la confrontación como elemento de identidad propia y del uso de la palabra cargada de odio contra el adversario, han dado sus frutos en la forma más dañina para el sistema que se puede imaginar: la deslegitimación de las elecciones, del Poder Legislativo y de las instituciones.

Frente al Estado de derecho, con todas sus limitaciones, que las tiene, ha alzado la sospecha permanente, alcanzando al voto libremente expresado en favor de otras opciones y al proceso electoral en su conjunto, incluyendo a los tribunales que han desestimado todas sus pretensiones. Frente a una Asamblea legislativa actuando sus facultades, ha lanzado al pueblo alimentado de consignas, odio y oposición a la libertad y al pluralismo político y social. Frente a la convivencia entre diferentes, ha opuesto el pensamiento único, en una suerte de reacción frente a lo políticamente correcto, dictadura de igual signo que engendra monstruos al mismo nivel que sus detractores.

El populismo es un cáncer que amenaza con dañar el sistema en su misma existencia y al que hay que poner coto al precio que sea necesario. No es un hecho aislado lo sucedido en EEUU, sino un aviso de lo que en la calle se está sembrando, del efecto demoledor de políticas que actúan directamente sobre una masa fruto de la falta de educación, de cultura, de personalidad individual y fácilmente influenciable desde las redes sociales y algunos medios de comunicación. El poder se está trasladado fuera de las instituciones y éstas están perdiendo su identidad y posición constitucional en favor de la demagogia y la manipulación.

En España, país tocado por el exceso, la confrontación y sus efectos, incapaz de acordar lo más elemental y siempre predispuesto a sembrar la disputa, los sucesos en EEUU han provocado una reacción que es prueba evidente de cierta degeneración de la política y de sus actores. La posibilidad de escenificación vulgar de la diferencia y la imputación grosera al adversario no ha sido desaprovechada y, desgraciadamente, no sólo desde los partidos más radicales del espectro político, que han dado un espectáculo grotesco, sino también desde los que hasta hace poco eran partidos de gobierno y así se comportaban.

Ver solo el riesgo en un extremo equivale a fomentar la confrontación y alentar los peligros que ponen en riesgo el sistema. Posiciones tan elementales no son objetivas, aunque se disfracen de argumentos aparentes.

Imputar a la derecha los asaltos al congreso americano, como ha hecho PODEMOS, en su delirio planificado, que no espontáneo, es tan elemental, como falso. Olvidan los asaltos en Venezuela, que apoyaron, los escraches, los llamamientos a la desobediencia civil, el rechazo al modelo constitucional y la sospecha permanente que transmiten sobre las instituciones, así como la deslegitimación de los partidos que no comparten su credo.

Tampoco reprobable es el comportamiento de la derecha, que ha perdido una ocasión clara de mostrar rigor al equiparar el asalto al Capitolio con las manifestaciones en las cercanías del congreso. Una sobreactuación innecesaria y gratuita por excesiva. Las manifestaciones de “rodea el congreso” son esencialmente antidemocráticas porque expresan rechazo a la función parlamentaria. Estas acciones llevan en sí una carga reaccionaria y autoritaria que descalifica a quienes las promovieron. Pero, no son equiparables en absoluto a la toma y ocupación del Capitolio, a la perturbación de la actividad de los congresistas. No hubo violencia en ellas. En España, las manifestaciones en los alrededores de los distintos parlamentos, solo son delito si se hallan reunidos y se perturba su actividad, no si se trata de simples manifestaciones que no afectan al ordinario desarrollo de la función legislativa.

El espectáculo en que se ha convertido la política no es solo el de un plató –el Congreso se ha convertido en un escenario-, donde cada uno de los actores representan su papel en busca del voto fidelizado de personas cada vez menos dispuestas a abrir sus mentes, educadas en la idea simple y la consigna. Es el de una sociedad cuyos dirigentes han perdido buena parte de su dignidad moral y que son capaces de hundir el sistema si con ello consiguen permanecer o alcanzar el poder. Que en una pandemia de la gravedad de la que vivimos, el enfrentamiento se haya elevado sobre los acuerdos más elementales, es el ejemplo más característico de una forma de hacer política que está en la base del rechazo ciudadano y que explica la tensión social y el auge de los extremismos.

Que un asalto a la democracia sea solo para ellos un arma más para agredir al adversario y sirva para su uso electoral, es síntoma de degeneración del sistema y pone sobre aviso de que hay quien desea su destrucción o, cuanto menos, que no le importa.

La advertencia no puede ser ignorada. Y la imputación en exclusiva al adversario es pura estulticia y muestra de parcialidad irracional. De seguir así el futuro se presenta incierto. De permanecer en esa ceguera que ve solo por un ojo, el porvenir nos puede deparar sorpresas irreparables. Y todo va más rápido de lo que se podía pensar. No olvidemos que cuando se crean trincheras, siempre hay dos y que ninguna va a ceder en favor de la otra. Ni la derecha, ni la izquierda van a aceptar la culpa y la virtud exclusivas. Porque tampoco son ciertas.

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