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Marga Vives

Hartos

Gente con mascarilla paseando por el paseo del Postiguet

He de reconocer que, desde que empezó la pandemia, no he sido una ciudadana modélica al cien por cien. Me resistí a llevar mascarilla hasta que nos la impusieron, durante el confinamiento hice alguna escapada furtiva para visitar a mi pareja, con la que no convivo, participé en un par de encuentros familiares con algún miembro de más respecto del cupo aconsejado. Mi intención no era desafiar las normas, ni creerme más inmune que nadie ni ser insolidaria, pero, de alguna forma, en la práctica, en algún momento lo hice, lo creí y lo fui. Simplemente flaqueó mi sentido común y, aunque no es motivo de orgullo, espero que la confesión merezca cierta indulgencia.

Quizás por ser imperfecta comprendo la desesperación de mucha gente después de tantos meses arrastrando una incógnita personal o laboral gigante, con la mella que provoca la ausencia de nuestra rutina, con el duelo de las pérdidas -no solo por la Covid-, la añoranza de las personas queridas, la incertidumbre, la inseguridad. En alguna de estas desdichas puede verse reflejado cada uno de nosotros y otras las hemos llorado o sufrido en nuestro círculo íntimo. Son demasiados factores juntos para soportarlo durante mucho tiempo, cuando en nuestra vida anterior no existía -afortunadamente- la costumbre de tener que lidiar con tanta meteorología adversa. El laberinto de normas y prevenciones nos ha empañado la espontaneidad; la restricción del ocio, la posibilidad de soltarnos un rato la melena, de abstraernos de tanta mala noticia. Todo esto nos ha vuelto un poquito más grises, menos optimistas, menos pacientes.

También la gestión de los acontecimientos por parte de quienes son responsables de hacerlo ha ido perdiendo brillo. No les envidio la papeleta; resulta difícil mantener a raya ese impulso de debilidad humana que todos llevamos dentro y tomar tantas decisiones sin el peligro de equivocarse o desfallecer. El mismo cansancio que empieza a reflejarse en ellos aflora también en la calle. La protesta multitudinaria del martes, en la que miles de manifestantes se arracimaron durante horas unos a otros rompiendo toda precaución para la salud pública, fue signo de varios fenómenos sobre los que conviene tomar nota. El primero es la lógica desesperanza de aquellos que no se sienten protegidos por el sistema cuando más les está haciendo falta; pequeños empresarios a los que no llegan ayudas económicas y que echan la persiana sin saber si la podrán volver a levantar algún día. El autónomo, un eufemismo del que echó mano el Gobierno tras la anterior crisis para tapar la devastación del empleo estable, sigue siendo un mero comodín para las políticas económicas.

El segundo fenómeno innegable es la radicalización de determinadas actitudes que no vienen acompañadas forzosamente de un discurso propio y que cada vez con mayor frecuencia adoptan el de otros modelos de odio importados. De no revertirse esta tendencia veremos en breve cómo, facilitada por el poder movilizador de las redes y desacreditando la labor del periodismo de rigor, esa influencia malsana penetra por la rendija de la convivencia, auspiciada por el populismo de algunos partidos y el hastío de una parte de la población -una estrategia que dio resultado, por ejemplo, con la campaña del Brexit-.

Por último, en la manifestación del martes quedó patente que el descontento puede generar extraños compañeros de viaje antagónicos. De no ser esto cierto, habrá que deducir que los ataques a la labor informativa de las periodistas que tuvieron que retirar la imagen corporativa de sus micrófonos para que no las increparan son suscritos por cada una de las más de cuatro mil personas que ese día reivindicaban en beneficio propio unas libertades que no respetan para otros individuos. En sus manos está decidir qué vía es la más adecuada para expresar su frustración de un modo más efectivo y sin usurpar el derecho de otros a que se proteja su salud.

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