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Mercedes Gallego

Pequeñas historias ¿sin importancia?

Una sala de cine. Shutterstock

Como un drama viví la decisión de la Generalitat de suprimir la última sesión de la Filmoteca. Una puñalada en mi corazón cinéfilo que al menos a mí, con una jornada laboral que acostumbra a concluir ya entrada la noche, me privaba de la posibilidad de ver películas de las consideradas no comerciales («raras» en la terminología de mi novio) y a las que de otro modo en ese momento (cuando Movistar, Netflix y sus derivados aún no habían entrado en mi vida) no tenía acceso. Un zarpazo del que a duras penas me había recuperado cuando un oportuno/inoportuno toque de queda llegó para decirme aquello de que si no quieres caldo... tres tazas. Porque al fundido en negro del pase golfo de la Filmo se sumó el de todas las pantallas de las salas comerciales condenándome (así lo siento yo, como una pena) a limitar el placer de ir al cine a los fines de semana. Aquello del sábado, sabadete... pero en versión celuloide. Aún así, como el ser humano es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia por adversa que sea (a la prueba del último año me remito), ya había comenzando a asumir los recortes matando mi mono de cine en sala con el reto de poder llegar a tiempo algún día entre semana cuando, ¡zasca!, espoleados por el covid los cierres ahora van más allá dejándonos días enteros huérfanos de historias con las que soñar. Precisamente cuando más falta nos hacen. Aunque, como aquella joya de película argentina de Carlos Sorín que descubrí en la Filmo antes de que caparan el último pase, sean «Historias Mínimas».

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