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José María Merlos

Miguel Herrero, un gran juez

Miguel Herrero durante un juicio

Ayer se jubiló Miguel Herrero, magistrado titilar del Juzgado de lo Penal número Dos de Alicante desde su creación. Como de lo que se retira es del ejercicio de la jurisdicción, no de su condición de persona ni de la de amigo, omitiré cualquier mención a la buena persona o al buen amigo.

Probablemente la cualidad más importante del ejercicio de la jurisdicción es la “auctóritas”, que da lugar el acatamiento de la decisión de quien la tiene sin que éste haya de recurrir a fuerza de ningún tipo, ni actual ni futura Es la capacidad de convencer y de vincular por la razón.

Miguel Herero es un juez dotado indudablemente de auctóritas. Los condensados razonamientos de sus resoluciones son la esencia de un saber acumulado, cultivado y enriquecido durante años, tanto en la faceta de sabiduría como cualidad que da la experiencia humana orientada al bien, como en la de manejo racional de conocimientos jurídicos asentados sobre los valores y principios fundamentales. De este modo resuelve con justicia mediante sentencias que expresan con claridad y precisión razonamientos comprensibles, que pueden ser compartidos o criticados. No es juez que quiera ser clarividente, aunque lo sea, sino un juez que destina su enorme capacidad intelectual y de trabajo a la prestación de tutela judicial efectiva.

La efectividad será probablemente la cualidad que le sea reconocida, con razón, por los órganos que evalúan el ejercicio de la jurisdicción. Es excepcional. Mientras que en el conjunto de los juzgados del mismo tipo se producían retrasos de meses o años, el de Miguel iba al día, el tiempo de pendencia desde la entrada de causas hasta la celebración del juicio y la sentencia era, con mucho, el más reducido. Y lo que es más importante: todo eso lo consigue Miguel sin restringir, ni directa ni indirectamente, el derecho de defensa, sino promoviéndolo, atendiendo a acusados, victimas, abogado o testigos cordialmente, y haciendo el trabajo de fiscales, abogados, letrados de la Admon de Justicia y el de los magistrados que tuvimos la suerte de trabajar cerca de él un ejercicio grato y personalmente enriquecedor.

Nunca olvidaré las tertulias de los viernes, de once a doce, en algún café cercano a los juzgados de Benalúa. Eran auténticas sesiones clínicas que él lideraba, donde, en un ambiente de compañerismo, muchas veces con humor, se debatían cuestiones jurídicas, algunas de ellas de calado, donde en ocasiones se exponían (normalmente él) teorías novedosas sin atisbo de pedantería y sin que nadie percibiera un afán de demostrar mayor capacidad, mayor preparación o mayor inteligencia. Algunas veces, cuando tratábamos de comunicar algo que habíamos aprendido en algún curso o por la reciente lectura de un artículo de alguna revista jurídica, Miguel, con concisión, compartía o matizaba la tesis, después de haber estudiado, no artículos, sino las monografías más sesudas sobre el delito continuado, el delito de omisión o la imputación objetiva, por ejemplo.

Pero volvamos: Luego trasladaba esos profundos conocimientos a sus sentencias con una capacitad de síntesis verdaderamente admirable. Personalmente no he conocido otra parecida, y los jueces, fiscales y abogados con los que he comentado la calidad de las sentencias de Miguel, que son muchos, tampoco.

La jurisdicción pierde la actividad de uno sus mejores jueces, cuyo ejemplo propongo a los que continúan en esta honrosa labor y a los que vendrán.

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