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Joaquín Rábago

Trump es sólo el síntoma de un problema profundo de la democracia

El presidente saliente de Estados Unidos, Donald Trump, no es la causa, sino sólo el síntoma más visible de un problema profundo de la democracia bajo el capitalismo neoliberal imperante.

La privatización creciente de la esfera pública, que alcanza a servicios esenciales como la sanidad y la educación y que, en mayor o menor grado, abrazan allí ambos partidos –demócrata y republicano- ha generado cada vez mayor desigualdad.

Sólo en una sociedad tan atomizada, a la vez que con enormes pozos de ignorancia debido precisamente a la degradación del sistema de educación del país, podía prosperar como lo hecho la retórica venenosa de Trump.

A lo que se suma el papel de los intoxicadores activos en las redes sociales, que han creado una realidad paralela que hace dudar a cada vez más gente de lo que cuentan unos medios a los que Trump y sus fanáticos seguidores acusan de mentir continuamente a los ciudadanos.

Los dirigentes más veteranos del Partido Republicano prefirieron hacer oídos sordos al racismo de Trump, a su retórica violenta y descalificadora siempre del adversario, porque les convenía para sus objetivos políticos como la reducción de impuestos para los más ricos.

Eso es lo que ha estado haciendo precisamente Trump con su trato de favor a sus amigos millonarios y el nombramiento de jueces capaces de revertir algunas de las conquistas democráticas alcanzadas gracias a la presión popular.

Sin que en ningún momento se pueda eximir tampoco de culpa al Partido Demócrata, más preocupado de aplicar políticas identitarias que de defender a los trabajadores golpeados por una globalización destinada sobre todo al lucro empresarial.

Y esos trabajadores prácticamente desahuciados por la reconversión o la deslocalización de sus empresas han sido, cosa nada sorprendente, el principal caladero de votos del Partido Republicano.

Donald Trump ha sabido aprovechar mejor que nadie el sentimiento de orfandad de una clase media – en EEUU, todo el mundo con trabajo tiende a considerarse de “clase media”- a la que habían defendido los demócratas hasta que con Bill Clinton se subieron también al carro neoliberal.

Como buen demagogo, Trump supo explotar esa sensación, por otro lado, totalmente justificada, de desamparo de quienes se habían quedado atrás para convertirla en feroz resentimiento contra las minorías, los inmigrantes y las élites intelectuales.

Ni cabe eximir de responsabilidad a los grandes medios de comunicación, que, en lugar de hacer desde el primer momento un seguimiento documentado y crítico de las fanfarronadas y mentiras de Trump, convirtieron al empresario inmobiliario y estrella de un programa de telerrealidad llamado “El Aprendiz” en un “espectáculo” para las masas y fuente segura de ingresos para sus editores y accionistas.

El resultado lo hemos podido ver estos días con el asalto al Capitolio, en un intento sobre todo simbólico de golpe de Estado por parte de sus cada vez más fanatizados seguidores, y sus amenazas a cuantos no acepten la monumental patraña de Trump de que fue él y no el demócrata Joe Biden quien ganó las elecciones.

Una sana democracia, y la de EEUU ha sido, desde su misma fundación, más bien una plutocracia, requiere que sus ciudadanos crean en ella y se muestren en todo momento dispuestos a defender las instituciones en las que se sustenta.

El primero en no hacerlo ha sido Trump, que ha hecho continuamente escarnio de la división de poderes y se ha comportado, con total aquiescencia de su partido, como uno de esos autócratas orientales a los que tanto admira.

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