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Gerardo Muñoz

La hermana menor de la muerte: la niña abandonada

Ilustración de Clara Solbes Lozano, de Bellas Artes de la UMH

Trinidad dejó la bandeja encima de la mesita de noche, junto al despertador, la lamparita encendida, los quevedos y los tres libros que estaba releyendo (La Ilíada, Memorias del subsuelo y El malestar en la cultura) y volvió a recostarse sobre los almohadones que había en la cabecera de su cama.

Estaba cansado, pero desde hacía varios días ya no tenía fiebre, según indicaba el termómetro que puntualmente, tres veces al día, Bernarda le obligaba a ponerse en una axila.

Era la última noche de octubre de 1970 y hacía justo dos semanas que Trinidad había salido de su casa de madrugada, en plena gota fría y con las calles inundadas. Deambuló por la ciudad durante horas, descalzo y en pijama, y cuando regresó a su casa, ya de día, estaba tan febril y tembloroso que cayó desmayado en la puerta. Menos mal que Bernarda ya había llegado y le auxilió enseguida. El médico que le atendió dijo que había cogido una pulmonía, le recetó antibióticos y le ordenó que guardase cama hasta que la recuperación fuese completa. Desde entonces el doctor le había visitado varias veces, la última el día anterior, pero, aunque ya no tenía fiebre y había empezado a recuperar fuerzas gracias a las comidas que le preparaba Bernarda, todavía no había querido darle el alta.

Todo aquel sábado 17 de octubre y el día siguiente estuvo inconsciente, por lo que tanto Bernarda como su hijo, que vino a verle los dos días, no pudieron preguntarle el motivo por el que había salido de casa de noche y diluviando. Sí que lo hicieron el lunes, cuando abrió los ojos y les reconoció, a pesar de la alta fiebre que aún le invadía. Les contestó, pero su balbuceo les resultó ininteligible. Él quiso explicarles que había salido a rescatar a Eugenita, su nieta, hija de su hijo, porque tres erinias la habían raptado, llevándosela de la habitación de su casa donde dormía aquella noche, pero no entendieron lo que quería decir y decidieron que estaba delirando.

–Debió padecer otro desvarío, que le hizo salir a la calle como un sonámbulo –aventuró su hijo.

Días después, cuando la fiebre empezó a remitir y su mente pareció despejarse, le aseguró a Bernarda que no recordaba nada de lo que había pasado aquella terrible noche en la que salió a la calle en plena tormenta y estuvo perdido por la ciudad durante varias horas.

–No ha comido nada. Esto no puede seguir así –protestó Bernarda al entrar en el dormitorio y ver la bandeja.

–He tomado la sopa y un poco de pollo. No quiero más.

–Pero se ha dejado todo el pan y no ha probado el flan, con lo bueno que está. Lo he hecho porque sé que le gusta y ahora me lo desprecia…

–No lo desprecio, Bernarda. Es que no puedo…

–Ande, calle, calle –ordenó Bernarda mientras le limpiaba la barba con la servilleta. Era una cincuentona con muy buena mano en la cocina, de fuerte carácter y voz aún más robusta. Cuando entró a servir en aquella casa tenía veintipocos años y era delgada; ahora lucía un tipo elefantino. Hacía veinte años que se había casado y tenía tres hijos. Vivía con ellos y con su marido en un edificio cercano, situado en la calle de la Balseta. Venía a servir a casa de Trinidad todos los días excepto los domingos y festivos y, desde la muerte de la señora, se había visto en el deber de reforzar sus esfuerzos para cuidar de aquel triste y solitario viudo.

–Ahora no se quede leyendo hasta muy tarde. Debe descansar. Yo me voy a acostar enseguida, así que si necesita algo dígamelo ahora –avisó ella al tiempo que cogía la bandeja y se dirigía hacia el pasillo.

–No hace falta que se quede a dormir también esta noche. Ya estoy bien. Váyase a su casa.

–¡Ni hablar! Me quedo a dormir en la habitación del fondo, como todas estas noches desde que se puso tan malito. No pienso dejarle solo hasta que el doctor le dé el alta.

–Puedo cuidarme solo. Ya soy mayorcito… –protestó el anciano.

Bernarda se detuvo en la puerta del dormitorio para mirarle con una mueca de tierno desdén en su cara y, antes de desaparecer, ironizó:

–Ya veo, ya, lo bien que se cuida.

El sueño y la muerte

Al contrario que el célebre adagio calderoniano de que la vida es sueño, otros pensadores compararon el sueño con la muerte: «El sueño es un préstamo hecho a la muerte», afirmó Shopenhauer, y «el sueño no es más que una muerte breve», escribió el poeta inglés Phineas Fletcher. Otro poeta inglés, mucho más famoso, Shakespeare, dijo aquello de que «somos de esa sustancia de la que están hechos los sueños».

En todo ello pensó Trinidad, aunque fugazmente, cuando se despertó aquella madrugada del día de todos los santos de 1970. ¿La razón? El sueño que acababa de tener. Un sueño tan intenso que podía calificarse de vivo. En él se le había aparecido una vez más su esposa, pero ataviada como Atenea, la diosa de la Filosofía y de la Razón. Sus ojos garzos le miraron con infinita ternura mientras le advertía con voz firme pero delicada:

–Debes buscar a nuestra nieta y rescatarla antes de que la confinen en el Érebo.

–Pero no sé cómo buscarla, hacia dónde ir –se lamentó el anciano, antes de preguntar–: ¿Por qué se la han llevado, mi amor? ¿Qué crimen tan espantoso he cometido para merecer semejante castigo?

Ella negó moviendo ligeramente su hermosa cabeza de cabellos sedosos y oscuros. Tenía el mismo semblante que cuando la conoció, cuando se enamoró de ella. Tenía entonces 20 años, doce menos que él. «Me llamo Dulce Nombre de María», le dijo cuando se presentaron. «Te llamaré Dulcinea», dijo él provocando una sonrisa en sus labios rosados. Se casaron un año después.

–Solo sé que las erinias recibieron el encargo de raptar a nuestra nieta de la hermana menor de la Muerte -dijo ella.

–¿De quién? –se extrañó Trinidad–. No sabía que Tánato tuviera una hermana; solo dos hermanos, Hipno, el Sueño, y Moro, el Tránsito.

–He oído que no tiene nombre porque nadie la menciona. Todos la temen; hasta en el Olimpo.

–¿Tiene a Eugenita en su poder?

–Quizá todavía no. Me han dicho que hay una niña abandonada en el castillo…

–¿Crees que las erinias la dejaron allí? –preguntó esperanzado.

Ella respondió con un ligero encogimiento de hombros y luego le instó:

–Búscala, mi amor. Encuéntrala y ponla a salvo. Te enviaré cuanta ayuda pueda.

Su esposa desapareció y Trinidad se despertó angustiado, como si le costara respirar a causa de una prolongada apnea.

Mientras se levantaba a oscuras de la cama, recordó otra cita relacionada con el sueño y la muerte, esta vez de Cioran: «Al abolir el tiempo, el sueño suprime la muerte». Dulcinea había fallecido cinco años atrás, pero había encontrado el modo de reunirse con él a través del sueño. Con su ayuda, rescataría a Eugenia.

Se vistió en silencio y sin encender la luz, para no despertar a Bernarda. Se puso los quevedos, su mejor abrigo sobre el traje y se calzó unos botines nuevos. También se acordó de coger una bufanda y un sombrero.

Al llegar a la escalera oyó los ronquidos de Bernarda, que salían de la habitación que había al fondo del pasillo. Sabía que se asustaría y se disgustaría cuando comprobase que se había ido, pero no podía avisarla porque intentaría impedírselo. Suspiró. Al menos la casa quedaba bien resguardada en manos de su Mentora.

Descendió hasta la planta baja, abrió con sumo cuidado el portón y salió a la calle Villavieja. Bóreas soplaba con violencia y el Fósforo o Lucero del Alba anunciaba la aurora.

Su reloj de pulsera marcaba las 5 de la mañana del domingo 1 de noviembre de 1970.

En el castillo

Anduvo hasta la cercana plaza del Teniente Luciáñez, donde sabía que había una parada de taxi, pero no encontró ninguno. El viento del norte corría con tanta fuerza que a punto estuvo de arrancarle el sombrero.

Emprendió entonces el ascenso de la ladera del Benacantil, cruzando el barrio de San Roque y la Ereta. Solo en la calle de San Juan se cruzó con una persona, un sereno que había dado por concluida su jornada y que le saludó con un gesto cansado mientras entraba en el portal del edificio donde vivía.

Subió dos kilómetros y medio con la ayuda de la joven y hermosa Selene, que recorría el cielo montada en un carro tirado por dos caballos. Arribó por fin al revellín del Bon Repós, por el que se entraba al castillo de Santa Bárbara. La fortaleza era muy visitada por turistas, sobre todo en verano, pero aquel lugar era algo distinto a como lo conocía. Al llegar a la altura del aljibe que había en el baluarte de Santa Ana le salieron al paso dos hombres uniformados y armados que portaban sendas antorchas. Trinidad esperó que fueran guardias civiles, aunque le extrañó que no portaran linternas, pero enseguida se dio cuenta de su error. Vestían uniformes antiguos y le hablaron en francés. Trató de explicarles que estaba buscando a la niña que había sido abandonada en el castillo, pero los soldados no entendían apenas el español. Entonces les habló usando las pocas palabras de francés que recordaba de cuando estudió el idioma de Molière siendo joven. Los soldados le observaron con extrañeza y luego se miraron mientras repetían con muecas de sorpresa: «Une fille perdue?».

Uno de los soldados se quedó junto a Trinidad mientras el otro fue al interior del cuerpo de guardia, de donde salió poco después acompañado por un oficial. Este se acercó al anciano y, tras inspeccionarle atentamente con la mirada, le preguntó en español qué hacía allí a esas horas tan intempestivas. Trinidad le explicó que estaba buscando a su nieta, que tenía ocho años y había desaparecido hacía dos semanas, y como le habían avisado de que allí, en el castillo, había aparecido una niña perdida, quería verla, por si era su querida nietecita.

–Mais ce n’est pas possible, monsieur. La niña que encontramos aquí es inglesa, no española. Es huérfana y tiene unos cinco o seis años. Su padre era un oficial inglés que murió cuando explotó la mina en febrero y su madre había muerto en la epidemia del año pasado. Nadie se acordó de ella cuando, tras la capitulación, los ingleses embarcaron y se fueron.

Trinidad sintió un vahído que le obligó a dar un paso atrás para evitar caerse. También su semblante reflejó su enorme turbación. El soldado que estaba más cerca le sujetó de un brazo, al tiempo que el oficial le preguntaba si se encontraba bien. No podía ser que estuviera hablando con militares franceses que ocuparon el castillo en abril de 1709, durante la Guerra de Sucesión.

–Sí, estoy bien –dijo, reponiéndose con rapidez–. ¿Dónde está la niña?

–Ayer se la llevaron a la ciudad la tabernera Felicia y el oficial Pierre Joseph Nacio porque esta mañana de domingo la bautizarán en la iglesia de Santa María. Ellos serán sus padrinos – dijo el oficial de guardia.

Trinidad le dio las gracias y de inmediato se alejó de los militares. Estos le vieron marchar hacia la salida del castillo, tan perplejos por su actitud como por su extraño aspecto.

www.gerardomunoz.es

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