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Tribuna

El estratega de la renovación azoriniana

Se acercó poco antes de iniciarse la presentación de un número de Anales Azorinianos. No recuerdo el mes, pero sí el año: 1986. También la imagen del lugar: el vestíbulo del Aula de Cultura de la CAM –entonces todavía CAAM– en Alicante. «Soy Pepe Payá, el director de la Casa-Museo Azorín y me gustaría que nos visitaras para escribir un reportaje sobre un legado que acabamos de incorporar».

Ese primer contacto, esa primera invitación, era una evidencia del carácter dinamizador de Pepe Payá, que aprovechó el reportaje para tenderme con disimulo una red de pistas azorinianas sobre otras cuestiones. En cierto modo, esa era su estrategia. Llevaba pocos años como director del centro y ya había establecido puentes con universidades, investigadores azorinianos e instituciones. Pero quería atraer también a una nueva generación de periodistas e investigadores, mientras proyectaba además desde Monóvar una dimensión internacional con la universidad francesa de Pau.

La otra parte de su estrategia era la integración total: sabía cómo interesar a cada cual en Azorín, ya fuera creador cultural, estudiante o el gran público. Lo que estaba creando en los años ochenta era un mundo azoriniano distinto para cambiar la visión rancia de un escritor, sustituyéndola por la de un autor múltiple, de gran modernidad en su tiempo. Quienes firmábamos los estudios éramos otros, pero quien daba facilidades era él, que también firmaba textos de investigación y además emprendía acciones para dar salida a aquella transformación colectiva en congresos, seminarios, libros, tesis doctorales y la revista Anales Azorinianos. De no ser por ello no se hubiera vivido esa afluencia que cambió el paradigma azoriniano. Y todo combinado con una apertura de la Casa Museo al público amplio que la visitaba y acudía a sus actos. Su gran mérito fue abrirla a todos los niveles, convirtiéndola en un modelo de gestión para otras casas museo de escritores en el país. Aprendía de todos para acabar enseñado a todos.

Lo que no intuí en cambio en 1986, al conocernos, era que aquel contacto iba a derivar en encuentros azorinianos frecuentes, proyectos y viajes comunes, fotos compartidas y conversaciones que trascendieron además en una larga amistad de treinta y cinco años. Por eso me cuesta escribir del azoriniano sin llorar al amigo. Porque como entendió Michel de Montaigne, tan leído por Azorín, «el mayor extremo de la perfección en la relaciones que ligan a los humanos reside en la amistad».

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