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Jaime Vierna

Hasta la última gota

Un profesional sanitario atendiendo a una paciente de cuidados paliativos en su domicilio.

Quiero comenzar declarando directamente el objetivo de estas líneas: asegurar al enfermo concreto, real, que se enfrenta al final de su vida, que no importa lo que haya visto, oído o leído: en su futuro no existen únicamente el sufrimiento inaceptable o la eutanasia, alargar la vida sea como sea, “cueste lo que cueste”, o adelantar la muerte.

Es verdad que el encarnizamiento terapéutico –alargar la vida cueste lo que cueste- asusta, pero asusta porque no es Medicina. Parte de un error: creer que la Medicina debe prolongar la vida siempre y a cualquier precio. En realidad, la buena práctica médica incluye reconocer, cuando llega el caso, que no tiene ya sentido insistir en actitudes y tratamientos que no van a evitar lo inevitable. 

Pero existe otro error de sentido contrario: creer que cuando la enfermedad no puede ser curada la Medicina no tiene ya nada que hacer. Los últimos ciento cincuenta años de éxitos de la Medicina Científica nos han hecho olvidar dos mil años de Humanismo en los que la intervención de los hombres raramente curaba las enfermedades, pero en los que aprendimos a aliviar, consolar, confortar, y acompañar al enfermo, y todo eso también es Medicina. La Medicina, cuando de verdad se pone de parte del enfermo y juega a su favor, nunca se conforma con decir “ya no puedo hacer nada por usted”.

Por eso es necesario aprender, y enseñar, que la alternativa al encarnizamiento terapéutico no es abandonar al enfermo a su muerte –mucho menos, acelerarla- sino atender, aliviar, facilitar el bienestar: cuidar al enfermo. Eso son los “cuidados paliativos”: suprimir las molestias (dolor, vómitos, estreñimiento, flemas, ansiedad, insomnio, etc.) y dar asistencia psicológica y espiritual.

En algunos casos, en los que los analgésicos no logran acabar con los dolores del paciente terminal, se le aplica una medicación para que duerma profundamente, lo que, en ocasiones, de manera secundaria y no buscada, va a acortar la vida del enfermo. Esto no es eutanasia: si se le hubiera querido quitar la vida se le habría dado una dosis letal (de barbitúricos, potasio, u otros) que habría acabado con su vida en los siguientes pocos minutos. En el caso de la sedación paliativa, sin embargo, se la administran sedantes en dosis terapéuticas, previo consentimiento informado del enfermo -o de quien sea responsable de él- y la muerte se produce horas o días después, como consecuencia de la enfermedad terminal que presentaba.

Hemos facilitado el camino a aquellos enfermos terminales que desean acelerar el tránsito. No nos olvidemos de todos los demás –la inmensa mayoría- que no renuncian a vivir todo lo que les sea posible, de la mejor manera posible, y a lo único que quieren renunciar es al sufrimiento. También a ellos se les debe ayudar a cumplir su deseo: apurar la vida hasta la última gota.

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