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Josefina Bueno

La soledad del profesor

Aula de un centro de la provincia este curso

Me llama la atención la poca repercusión que ha tenido una noticia que apareció en INFORMACIÓN (11/01/21): “Cinco años de cárcel para un joven pakistaní de 19 años por apuñalar a un compañero de clase que insultó a Mahoma”. Ocurrió en un instituto de Torrevieja una mañana del 29 de octubre de 2019 durante una clase de inglés. Lo recuerdo perfectamente, porque acostumbro a tomarme el café con las noticias de mi provincia. La casa familiar está en Torrevieja, que para algunos pertenece a un “subpaís, o comarca o región o lo que sea”. Soy docente y vivo rodeada de docentes, y la noticia me impactó como un dardo. Leo que el joven acusado deberá indemnizar a la víctima con 11.000€ por las lesiones y los daños morales sufridos y durante nueve años no podrá acercarse al joven apuñalado a menos de trescientos metros, ni tampoco comunicarse con él. El agresor declaró en su día en el Juzgado de instrucción número 1 de Torrevieja “que llevaba años recibiendo burlas e insultos de otros estudiantes, algunos sobre Mahoma, y que estaba harto”. Por su parte, el menor agredido negó los insultos y dijo que el acusado era “muy radical cuando mantenían debates sobre temas religiosos”. No puedo evitar pensar en los estudiantes que presenciaron el ataque, en las familias, en el o la profesora de inglés que estaba en el aula, en el equipo directivo, en el atacado y el agresor porque, en mi opinión, me parece una muestra de un fracaso colectivo de la sociedad en la que vivimos que merece una reflexión.

¿Qué ocurre para que la violencia se manifieste tan brutalmente en un aula? ¿Qué le pasa por la mente a un chico para asestarle una puñalada con premeditación a otro compañero acusándole de ofensas y mofas a Mahoma y a él? Siempre recordaré la frase que le escuché a Emilio Calatayud, el juez de Granada, que decía: “Los jóvenes no tienen la misma conciencia del tiempo que los adultos”. Cinco años en la cárcel para un joven de 19 de años es mucho tiempo y además existe el peligro de una mayor radicalización. Como en tantos otros temas, la justicia es la tirita, pero no resuelve el problema endémico al que nos enfrentamos. ¿Cuándo vamos a tomarnos esto en serio y concienciarnos de la prevención y el trabajo que hay que hacer dentro y fuera del aula? El 6 de enero aparecía en Charlie-Hebdo la carta del hoy escritor Yannick Haenel que ejerció durante más de quince años de profesor en diferentes Lycés de París y en sus banlieues. A veces, las noticias dialogan entre ellas más allá de fronteras y lenguas. La carta desprende cierta tristeza y amargura respecto a la République que, ahora, con tanto empeño ensalza el presidente Macron. El escritor cuenta con qué ilusión inició en los 90 su labor de profesor con tan sólo 21 años. La pasión con la que hablaba de Kafka con sus alumnos. Por aquel entonces, ningún pedagogo ni otra presencia institucional se acercaba a unas aulas que algunos daban por “perdidas” para la République, -la ironía responde a que tras el asesinato del profesor Samuel Patty, el gobierno francés ha desplegado a un equipo de pedagogos para impartir charlas sobre la laicidad en todos los centros educativos de Francia y sus departamentos de ultramar. La República, prosigue, es algo tan sencillo como que “unos treinta chicos diferentes charlan con un profesor, también diferente, sobre Historia y Poesía, intentan comprender el mundo, lo que son las lenguas, lo que es una pasión, un acontecimiento, un conflicto, lo que es el pasado, el presente y el futuro”. Sin duda es una bonita metáfora de lo que es un aula sin la abstracción y vacuidad de algunos discursos políticos. Pero nuestro escritor dejó la enseñanza cuando los conflictos religiosos entraron en el aula. Un alumno, sin motivo aparente, le acusó de “racista” por ponerle una mala nota. Aunque el malentendido se aclaró, la depresión y el tedio le impidieron volver al aula. De su experiencia saca un aprendizaje: no nos damos cuenta de la soledad de los profesores, de la dificultad que entraña “enseñar”, de lo que ocurre dentro de un aula.

Tenemos un problema porque vivimos en una sociedad que, en la práctica, sigue discriminando a las personas por el color de su piel, por su etnia o su religión, con la aquiescencia de determinadas ideologías. Necesitamos que la derecha y la ultraderecha dejen de demonizar a los inmigrantes como si fueran ellos los que nos roban el trabajo o fomentan en conjunto posiciones extremas como el islamismo radical. Necesitamos también una izquierda valiente que, sin paternalismos, establezca los valores de la laicidad en la escuela. El fanatismo religioso ha encontrado su hábitat en la desigualdad social, en la precariedad laboral y el racismo. Urge mirar cómo está Francia y aprender de sus errores porque es el espejo de lo que será España. El pasado 11 de enero, el ministro de Cultura y secretario de laicidad del PSOE, José Manuel Rodríguez Uribes, hizo pública una carta en la que denominaba la laicidad como “la religión de la libertad”. La laicidad es indispensable para la democracia, es el antídoto del fanatismo y de la superioridad moral, es la neutralidad institucional que incluye la libertad de conciencia. La laicidad es un pasaporte hacia la libertad y la pluralidad, lo que nos permite ser lo que queremos y hablar de lo que queremos. Urge asumir, desde todas las instancias educativas y políticas, que instaurar la laicidad en las aulas es también dotar al profesorado de un soporte pedagógico para educar y formar en convivencia, porque de lo contrario, lo que se está cociendo hoy en las aulas se nos indigestará mañana. 

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