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La responsabilidad de la ciudadanía y su obligación de cumplir con las normas establecidas son presupuesto necesario para impedir que la pandemia avance sin control. La posibilidad de control de la conducta colectiva es imposible y el éxito, pues, de las medidas ordenadas, depende en gran parte de su acatamiento voluntario.

Ahora bien, no debe negarse que la inmensa mayoría de los ciudadanos cumplen con la legalidad vigente y que solo una minoría la infringe. Basta una mirada a la calle para comprobarlo.

Esa apelación a la responsabilidad colectiva, que debe ser reclamada, no puede, sin embargo, tapar o exculpar a quienes tienen la de establecer el marco de comportamiento y que, sin que ello suponga negar la extrema dificultad de actuar ante un fenómeno que nos ha superado y supera día a día, han adoptado decisiones que no son precisamente las más adecuadas para crear un marco estable y seguro que, cuanto menos, transmita certeza a quienes deben sujetarse al mismo.

Cumplir la ley es importante, no lo dudo, pero presupuesto necesario para ello es que exista una ley y que sea previsible, no un laberinto de normas de todo rango y situación, que hacen imposible su conocimiento por el destinatario. Y eso no se ha hecho bien. Solo ver las noticias que anuncian cada día las nuevas restricciones, que sustituyen a las de ayer y cómo se adoptan en cada comunidad, ciudad o pueblo, es ya todo un reto. A eso hay que unir, para mayor descalabro del intelecto ciudadano, las contradicciones en los senos de los plurales gobiernos autonómicos, donde unos critican a los otros causando la confusión en una ciudadanía que cree que quien habla lo hace con la voz del gobierno, no de la oposición. Por no hablar de reglas sujetas a intereses electorales y dictadas o no promulgadas por razones de este tipo.

La ley ha sido dejada en manos de todos y quien debe gestionarla, el gobierno, se mantiene en una abstención incomprensible, con un estado de alarma que no modifica, pero que deja vulnerar a sabiendas de que se hace. Baste recordar el establecimiento del toque de queda en Castilla a las veinte horas, contrario al decreto vigente o la prohibición de reuniones domiciliarias de no convivientes, no prohibida por dicho decreto. No sólo, pues, la normativa es imposible de predecir y conocer, sino que a ello ha de sumarse el conjunto de medidas contrarias a la norma que cada comunidad autónoma dicta según su saber y entender y que el gobierno, en su placidez y pasividad, consiente.

En estas condiciones, imputar a la ciudadanía y exculpar a quienes deben administrar el común, no responde a la realidad.

Comprendo a los sanitarios cuando piden responsabilidad y más cuando lo hacen demandando a los ciudadanos que extremen los cuidados y que vayan más allá de lo que la ley impone, pues aprecian con el conocimiento que poseen que la normativa vigente es insuficiente y deficiente. Pero, que los políticos culpen por hacer lo que la ley no prohíbe, es excederse. Recomendar es bueno, pero legislar es su obligación.

El estado de alarma se aprobó por un tiempo de seis meses, en una decisión de constitucionalidad dudosa que excluyó el control parlamentario quincenal. Solo así se entiende la escasa flexibilidad de una norma general que debía ir acomodándose a la realidad de la pandemia. Y solo así se comprende que el gobierno, atado muchas veces por razones políticas que son evidentes, deje hacer, incluso contra el decreto y que no modifique el mismo. Y solo así se entiende que delegue no solo en las autonomías lo que es de su competencia legal exclusiva mediante un juego de apariencia pícara, sino que remita a la sociedad civil y a ciertas instituciones la responsabilidad de tomar decisiones complejas. Un ejemplo es la Universidad, la presencialidad, los exámenes on line y el control de identidad domiciliario. Nada se ha dicho o hecho, debiendo cada Universidad y profesor asumir la responsabilidad de conductas que contienen elementos de ilicitud de cierta entidad.

Y, si algo faltaba, llegan algunos políticos, la minoría para ser justos, que se vacunan contra la normativa por ellos dictada para todos. Actitud inmoral que, además, se acrecienta a la vista de las reacciones de sus partidos, al menos hasta el momento, amparando por motivaciones espurias a los infractores. Eso influye en la ciudadanía que no puede entender que la ley no se aplique a quien la dicta. Solo cabe, en estos momentos, el cese inmediato de todos los cargos y sin retribución alternativa. No bastan las suspensiones de militancia, ni la retirada de competencias y menos manteniendo el sueldo. Que caiga una alcaldía o una Diputación es problema de quien debe asumir sus responsabilidades, pero, en estos momentos, la ejemplaridad debe primar sobre los intereses de los partidos y sus dirigentes. Poner la segunda dosis a estos sujetos, sería un premio a su falta de ética. Hay muchos que la necesitan antes y a los que se ha hurtado la que les correspondía. Podría entenderse como una recompensa en atención al cargo que, indirectamente, eliminaría toda presión persuasoria en los posibles imitadores, máxime si no son cesados y solo se someten a una falsa represión moral. Pedir responsabilidad social solo es posible si quien la pide asume la propia.

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