El profesor Javier Paniagua publicaba ayer en el diario Levante-EMV un extenso artículo a propósito de los casos de alcaldes que se han saltado el protocolo de vacunación para ponerse la primera dosis contra el covid cuando no les correspondía, en el que venía a concluir que los susodichos lo hicieron, seguramente, porque querían dar ejemplo y que lo que ocurre es que los partidos los juzgan de forma desproporcionada por salvaguardar su honor como organización o por estar en la oposición y pretender sacar tajada del asunto. Y lo hacen jaleados por unos medios que quieren “cobrarse piezas” al precio que sea con tal de aumentar su audiencia o en obediencia a su línea editorial. Todo esto, según quien fue diputado socialista en el Congreso varias legislaturas y secretario general de Educación en el primer gobierno de Joan Lerma, lo que hace es alimentar la bestia del populismo. Contarlo, denunciarlo, pedir que se les sancione, decir que no son dignos de mantener el cargo después de haber hecho lo que en román paladino es un abuso de poder, es fomentar el populismo. Ponerlos como vivo ejemplo del buen gobierno (aunque cuando se vacunaron se lo callaron) es lo que debe hacer la democracia para fortalecerse, a lo que se ve.

Leyendo argumentaciones como esa -y una vez superada la estupefacción- se comprende cómo así el PSOE como el PP están teniendo tantas dificultades para entender un problema que al resto de los mortales nos parece de lo más sencillo: si a los ciudadanos se les exige someterse a un orden de vacunación, sus representantes son los primeros que tienen la obligación de cumplirlo. Si el orden no es el apropiado, que se cambie. Pero aquí no hablamos de héroes, sino de aprovechados. Si escribía en estas páginas el domingo pasado que todos debían irse a la calle, pero que el caso del diputado provincial del PP Bernabé Cano era paradigmático porque no sólo no ha pedido disculpas sino que ha defendido con la mayor altanería posible su “derecho” a recibir la dosis, habrá que añadir también que el de los dos alcaldes socialistas de El Verger y Els Poblets debe ser el sueño de cualquier estadístico. ¿Cuántos matrimonios de treinta y tantos años, no sanitarios, han recibido a día de hoy en toda España la primera dosis de la vacuna? Me temo que dos: ellos dos que además de alcaldes son pareja.

Ximo Coll, alcalde de El Verger, se negó ayer a dimitir de su cargo. Para más sarcasmo se empeñó en que el pleno donde se debatía su reprobación fuera presencial, no telemático, supongo que pensando que con la primera dosis ya tiene alguna protección de más. Pero lo sorprendente no es su actitud, que era de esperar después de haber visto su bochornoso paso por algunas televisiones nacionales, explicando los muchos riesgos que asume en su trabajo de la Alcaldía donde tiene que relacionarse con gente, el pobre. Lo extraordinario es la de sus compañeros de la bancada socialista, que dicen estar a la espera de una investigación para aclarar el caso. El secretario general del PSPV y president de la Generalitat, Ximo Puig, pidió a todos los cargos públicos pillados en esta zarzuela que dimitan, porque su actuación no ha sido ética. Pero o Puig no manda o algunas de sus agrupaciones están sordas, porque pasan los días y aquí, al contrario de lo que ocurre en otras regiones, no renuncia nadie.

Por si faltaba alguno para animar la opereta, el síndic portavoz del PSPV en las Corts, Manuel Mata, se descolgó ayer con unas declaraciones en las que afirmaba que “no hay nadie que disfrute tanto con la cantidad de muertos y enfermos como está haciendo el Partido Popular”. Disparates como este de Mata, profesor Paniagua, o el de los alcaldes que se han valido del cargo para obtener lo que los ciudadanos de a pie no pueden conseguir, en el más puro ejercicio de un caciquismo que usted como historiador seguro conoce bien, son las brasas que prenden el fuego del populismo. Denunciar esos casos y castigarlos o exigir que quien desempeña una función tan alta como la de Síndic portavoz del partido que gobierna modere su lenguaje en una crisis tan grave como la que padecemos es, precisamente el único arma que tiene la sociedad para que ese fuego no se convierta en incendio.