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Esperando a Godot

Daniel McEvoy

Asesinato en el Orient Express

El ministro Ábalos, en Alicante. ALEX DOMÍNGUEZ

En la Europa del período de entreguerras, la novela policíaca y la ficción criminal cobraron un gran auge, quizás en parte porque servían de evasión a unos ciudadanos que habían quedado hastiados por la contienda. En definitiva, una buena novela de detectives de lo que trata no es tanto de asesinatos, como de la restauración de la ley y el orden. Esto último se refleja de una forma palmaria en las propias características del género: suspense, asesinatos, una compleja trama, un enfoque psicológico del criminal y, finalmente, la puesta a disposición de la justicia de los culpables.

No obstante, en la quizás más famosa novela de este género jamás escrita, Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express), de Agatha Christie, publicada el 1 de enero de 1934, y llevada al cine en 1974 por el director Sidney Lumet, contando con un rutilante elenco de estrellas, se cuestiona esa idea de la justicia, ya que la víctima es, a su vez, un asesino, y las doce personas que lo matan son vistas como justicieros, quedando su crimen impune. Obsérvese que el número doce no está elegido al azar, ya que supone una interpretación cabalística que hace alusión a los doce apósteles y a los doce miembros que conforman un jurado. Esta percepción de la justicia se puede apreciar también en películas como La marca del Zorro (1920), Robin Hood (1922), o La Pimpinela Escarlata (1934), y se ha venido a denominar «vigilantismo».

El vigilantismo es una corriente ideológica que propugna el derecho a la autodefensa de los individuos cuando el Estado no es capaz de proporcionársela de manera eficaz. Esta corriente experimentó un considerable auge en los Estados Unidos a partir de los años setenta, presentándose como una alternativa válida en la lucha contra la elevada criminalidad. Sin duda, estas ideologías se entienden y se toleran más en un país como el norteamericano en el que, por ejemplo, portar armas se entiende como un derecho sagrado, reconocido en la segunda enmienda de su Constitución, aprobada el 15 de diciembre de 1791, y que expresa textualmente que: «Una milicia popular bien organizada es necesaria para la seguridad de un Estado libre». Seguro que habrán visto ustedes alguna película de Charles Bronson, por lo que podrán entender perfectamente de que estamos hablando.

En Europa, sin embargo, las democracias liberales detestan estos comportamientos y tienen claro el principio, del que ya hemos hablado en otras ocasiones, de que el Estado debe ostentar el monopolio de la violencia. Ahora bien, del mismo modo, ese Estado debe asumir el cuidado y protección de sus ciudadanos. Para hacerlo, los diferentes gobiernos socialistas que hemos tenido en España han aumentado y alimentado ese Estado hasta adquirir dimensiones elefantiásicas, sin que el Partido Popular haya sido capaz de revertir ese estado de cosas cuando ha gobernado. La situación actual, en la que las empresas farmacéuticas, supuestamente, no sólo toman el pelo al Gobierno de España, sino a la mismísima Comisión Europea con el asunto de las dosis de la vacuna contra el coronavirus, viene a poner de manifiesto que ese aumento de las estructuras estatales sólo ha servido como un fin en sí mismo, y no como un instrumento para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Bendita Europa, en cualquier caso, que gracias al euro nos impide imprimir moneda y embrida las pretensiones del actual gobierno de controlar a la justicia. De lo contrario tendríamos la inflación de Argentina y la seguridad jurídica de Venezuela.

En cualquier caso, prefiero dejar al margen el tema de la vacuna, porque me enerva de tal forma que temo que me suba la tensión. De modo que, dado que hemos empezado hablando del Orient Express, el mítico tren que recorría la ruta entre la Gare de l’Est, en París, hasta Constanza, en el mar Negro, retomemos un asunto del que les he hablado recurrentemente en otros artículos, aunque me temo que mi HAS (Hipertensión Arterial Sistémica) tampoco se verá muy beneficiada con este singular cambio de tercio.

Tendrán que disculparme si, a fuerza de ser reiterativo, les aburro con el tema, pero en esta ocasión no puedo dejar de insistir en ello porque, al parecer, el ínclito ministro Ábalos viene el lunes a Elche a inaugurar la línea de alta velocidad «Orihuela-Madrid», y lo hará en el apeadero «Dama de Elche». Nuestro alcalde, del mismo partido político que el ministro, aunque no de la misma «cuerda», se ha apresurado a repetir su discurso habitual sobre el asunto, glosando las ventajas de la ubicación de la estación y cargando, de paso, contra la oposición, cuando lo que debería hacer es preguntarle a Diego Maciá, con el que él fue concejal, qué se habló el día que debieron de reunirse los alcaldes de Alicante, Murcia y Elche, y los presidentes de la Comunidad Valenciana y de la Región de Murcia, con el entonces ministro de Fomento, José Blanco, y por qué se decidió el actual trazado, que no sólo no beneficia a Elche, sino que lo perjudica.

Sea como fuere, no queda sino felicitar a Orihuela y a sus vecinos, a los que llevo años unido por motivos profesionales y a los que tanto aprecio, porque ellos sí van a tener una parada de AVE en el centro de la ciudad y un cercanías rápido y cómodo que los una con Murcia y Alicante en pocos minutos. Mientras tanto, Elche se va a quedar sin una cosa y sin la otra. Un crimen peor que el del Orient Express, pero este no es de ficción.

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