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Jorge Dezcallar

Lo hacemos peor que otros

Ataúdes de personas que han muerto con coronavirus en un crematorio en Serravalle Scrivia.

No hace falta ser experto en Sanidad para saber que las cosas van mal y no es consuelo pensar que también en otros países cuecen habas porque los hay donde no las cuecen.

Al principio los políticos se excusaban porque estábamos ante una situación novedosa que nadie esperaba y que exigía improvisar. Pero el argumento ya no vale por más que sigan apareciendo mutaciones en el virus, porque mutar que es lo que los virus han hecho siempre. Tenemos a las espaldas un año trágico de experiencia y ya no queremos seguir improvisando, exigimos planificación e información clara por parte nuestros gobernantes. Es indecente que a estas alturas algunos todavía pretendan hacer politiquería barata sobre tantos ataúdes.

Queremos un gobierno que gobierne y que no se quite responsabilidades traspasándolas hacia arriba, a Europa, porque las vacunas no llegan a tiempo, y hacia abajo a unas Comunidades Autónomas que luego se quejan de no recibir competencias en grado suficiente para combatir la pandemia con eficacia, como en aeropuertos o para confinamientos domiciliarios que tocan derechos fundamentales. A falta de una tenemos diecisiete reglamentaciones en una inimitable ceremonia de confusión, se echa de menos un timonel que marque el rumbo, que nos explique periódicamente con sencillez lo que pasa sin soltar inacabables monólogos sobre lo contento que está de haberse conocido y añadir simplezas como que hemos dominado el virus. Su hasta ahora ministro de Sanidad es filósofo y aunque su mérito para ser ministro no fuera ese sino su pertenencia al partido de gobierno, se supone que como filósofo debería cuidar más una ética que parece desdeñar al dimitir de sus funciones cuando más muertos hay para participar en una elección autonómica donde su mera candidatura, que puede ser buena en lo personal, siembra dudas entre la fecha de celebración y los intereses electorales de su partido. Este gobierno no ha cuidado nunca las formas. Esas dudas son inevitables al margen de que sean o no reales, y quizás también son convenientes para sus rivales del campo independentista que se han convertido en aventajados discípulos de Donald Trump y critican los resultados electorales antes de conocerlos.

De modo que ahora no se puede ir a un restaurante, al teatro o a un concierto pero sí a un mítin electoral en Cataluña, donde para mayor sarcasmo se establece una franja horaria para que voten los infectados de coronavirus, obligando a los de las mesas electorales a vestirse de quirófano. ¿Estamos locos? ¿Gentes aisladas en sus dormitorios pero que pueden salir a votar? ¿No pueden hacerlo por correo? Da la sensación que los partidos anteponen sus intereses a los del país al que se supone que sirven, con el mismo egoísmo insolidario que los jerarcas sinvergüenzas que se vacunan saltándose el orden establecido.

Hay países que manejan la pandemia mucho mejor como Australia, Nueva Zelanda, Ghana (sí, ha leído bien), o Israel, que vacuna a su población a una velocidad envidiable porque cuando llegaron las vacunas ya tenían los locales, las jeringuillas y los enfermeros preparados, o sea, tenían una planificación; vacunan sin parar desde las 7am hasta las 11pm; y, finalmente, no les tiembla el pulso ante medidas fuertes como es el cierre total de los aeropuertos con muy pocas excepciones para entrar o salir del país. Saben que las medias tintas no funcionan.

Aquí sigue habiendo botellones y fiestas clandestinas que se convierten en focos de difusión del virus y que la Policía disuelve con contemplaciones. Habría que multar fuerte no solo a organizadores sino también a los asistentes por insolidarios y porque su inconsciencia nos sale muy cara, y luego obligarles a un par de semanas de trabajo social en hospitales, cementerios y tanatorios para que vean lo que provocan con sus juergas.

El pasado domingo se han celebrado lecciones en Portugal en el momento peor de la pandemia. El resultado ha sido mucha abstención y un avance muy fuerte de la ultraderecha, especialmente llamativo en feudos comunistas históricos como Alentejo. No es que el país se haya llenado de repente de fascistas, es que cada vez hay más gente indignada con sus gobernantes. Que tomen nota los nuestros.

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