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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

El riesgo es no entenderlo

Los balcones fueron un símbolo del confinamiento. | PILAR CORTÉS

¿Se acuerda de aquellas primeras jornadas en las que tuvimos conciencia colectiva de que había una epidemia? Algunos se lo tomaron como ir de acampada o a un seminario intensivo de gastronomía y manualidades para todas las edades. En mi casa aún tengo el cartel que exigí a pintar a mi hijo -Dios y sus obispos me lo perdonen-, con su arco iris y eso. No lo quito por si acaso, que en las enfermedades masivas le coges cariño a los amuletos. Luego estaba lo de los aplausos que algunos se empeñaron en estropear con cacerolas, confundiendo los culos con las témporas. Y las insufribles repeticiones hasta el infinito del “Resistiré”, canción a la que odiaré para siempre. Pusimos entonces el huevo con una mala serpiente: todo esto era cosa de tener buena voluntad y una ocasión para un “crecimiento personal” (sic) que nos serviría de mucho el día después. Porque ni es cosa de voluntarismo, ni hay mal como este del que salga nada bueno ni, en fin, hay un día último que traiga otro distinto. Con esas confusiones aún construimos nuestras desdichas: creemos que los políticos no tienen buena voluntad, esperamos que nos permitan corrernos unas buenas juergas donde nos abracemos como un panda a un bambú y seguimos haciendo cálculos para ese imposible día en que las espadas del alma se vuelvan arados.

Pero, sobre todo, al principio fue la crisis del papel higiénico y la cadena infinita de memes con chistes más o menos graciosos. Seguro que alguien los recopilará, hará un libro y una difusión en youtube y se irá a vivir a Andorra. Entre el momento en que Francia declaró la guerra a Alemania en 1939 y el inicio de las hostilidades y la invasión de Francia, en mayo de 1940, transcurrieron nueve meses, en los que la República no acertó a estar convencida de la gravedad de lo que se venía encima. Un periodista llamó al periodo drôle de guerre, la “guerra de broma”. Eso es lo que tuvimos aquí: una epidemia de broma. Con la diferencia de que allí no resonaron las bombas, pero aquí se acumularon los muertos y el relato de lo que sucedía en hospitales y residencias fue crecientemente pavoroso. Otra diferencia: pese a las innumerables deficiencias del sistema de previsión epidemiológica, que enseguida afloraron, en cierto sentido fueron los meses en que las decisiones fueron adoptadas con más energía.

Pero, mirando hacia atrás con ira, apreciamos que, a lo mejor, no todo el mundo se lo creía. Lo que se verificó pronto fue la convicción en las derechas patrias de que el terreno de juego de una pandemia no era el que mejor le convenía, así que hicieron como que eran el partido de los muertos, demandando lutos y homenajes sin fin -¿no tendrán homenajes los naufragados en las últimas olas?- y, a la vez, socavando los fortines, tenues, provisionales, a veces erróneos, que levantaba el Gobierno y los gobiernos autonómicos -incluidos los presididos por el PP-.

Y la gente, chiste va, chiste viene, tardó en alcanzar conciencia de la espiral de contrasentidos que se acumulaban. Todos, pero todos, alguna vez lloraron si su Comunidad no pasaba de fase y se liberalizaban las fuentes del consumo, si se mantenía una restricción a su sector, si no volvíamos con el hígado en la boca, de las prisas, a una estúpida nueva normalidad que nunca existió. Dicho de otra manera: entre la epidemia en broma y la epidemia pensada como provisional, perdimos el tiempo precioso de fabricar un imaginario alternativo. Uno que hubiera intentado ser menos gozoso en las tardes de radio, menos resistente de boquilla, más dispuesto a aceptar las derrotas y, sobre todo, uno que pudiera integrar en un mismo relato lo que iba mal y lo que iba bien. Porque no todo fue, ni va, ni irá, mal. Aunque los periódicos serios, y las radios serias, hayan aceptado la presión de los digitales y elijan siempre el titular más deprimente -y llamativo- posible.

Nos hemos acostumbrado a vivir entre la montaña rusa y la ruleta rusa. Es evidente que hemos pasado por un curso acelerado de virología para analfabetos. Una cosa sabemos que ocurrirá: un lenguaje iluminado -o apagado- por nuevas palabras. La polisemia de algunas ya nos invade y con otras jugamos hasta límites increíbles. Virología ampliada, por supuesto; emparentada con la politología, nociones de Derecho constitucional y una sociología de andar por casa -en chándal-. No sabemos muy bien cómo funcionan algunas cosas, pero sabemos, por ejemplo, lo emocionante que es ver subir la curva de contagios, de positividad, de enfermos en hospitales, en ucis, y de fallecimientos. Lo emocionante que es porque cuando parece que la erección no soporta más excitación, se desmorona de golpe tras pasar una pequeña meseta. Eso se llama montaña rusa. Las hay en parques de atracciones hoy cerrados porque nos las traen a domicilio. Lo malo es que, quizá, alguna vez la curva no va a ceder a tiempo y nos vamos a encontrar con cosas más feas aún.

Pero si esto define una sensación colectiva, una emoción compartida, de la misma calidad que la contemplación de una película de terror, existe otra, más personal, aunque muchas veces cuenta con el alborozado o vergonzante apoyo de la familia o del núcleo social. Consiste en jugar a apoyar una pistola en la sien, en forma de paella, cena de Navidad, tardeo, visita a belenes o furtivas cabalgatas, con la confianza puesta en que la coronabala no estará en el disparadero. A veces sí está. Y a veces el jugador se convierte en un cañón furioso disparando a amigos y familiares y hasta al policía que le pide la documentación.

¿Pueden estas sensaciones, de origen inconsciente, producirse sin una base previa, asentada en nuestra cultura? No dispongo de elementos de juicio para afirmarlo con rotundidad, pero me da que la respuesta tenderá a ser afirmativa. La terminante obligación a ser felices, a gestionar con urgencia expectativas de disfrute, a celebrar los éxitos y fracasos en turbamultas apoteósicas, el enarbolar banderas que ensalzan lo gregario y, de manera banal, los abrazos, creo, predisponen a la relativización de las relaciones causales ante una catástrofe. Delegando las culpas en la democracia de baja calidad, la drôle democracia, que hemos consentido, una democracia de consumidores del Estado, no estamos preparados para la sociedad del riesgo. Nos parece moderno y cautivador disfrutar de series distópicas hasta el infinito y más allá, pero no podemos aceptar como un componente radical del pensamiento y de la acción política la dosificación de actos preventivos y restauradores de las desgracias. Un ejemplo: hay un debate sobre modelo turístico que no abordaré aquí. Pero lo tomo de metáfora porque defender, como se hace, que el modelo no puede fallar porque es el que siempre ha habido, es tanto como esperar que, aunque el sol nos queme y el mar se lleve la arena, no habrá por qué preocuparse: siempre nos quedará la ensaladilla rusa.

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