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Joaquín Rábago

Quitarles el móvil

Desde que, hace apenas dos semanas, decidí abandonar provisionalmente el Spree por el Manzanares, debo confesar que no salgo de mi asombro, ni me abandona la indignación, ante lo que sucede en la Villa y Corte.

El último episodio es la conversación filtrada a la prensa de la gerente de un hospital madrileño de titularidad pública en el que instruía prácticamente al personal a sus órdenes para que retirara los teléfonos móviles a los pacientes de modo que no pudieran comunicarse con sus familiares.

Se trataba de evitar que éstos pudieran convencer a sus próximos, enfermos de Covid, de que no aceptaran que les llevasen al hospital de nueva creación Isabel Cendal, un centro, según la presidenta de la Comunidad, sin igual en el mundo.

Sin igual, seguramente por el sobrecoste de su construcción y la infradotación de material y también, al menos inicialmente, de personal, lo que se atribuye, entre otras cosas, a la resistencia de médicos y enfermeros a su traslado forzoso desde otros hospitales, a los que dejaría, según los sanitarios, desguarnecidos.

¿Retirar el teléfono móvil, único medio que tienen esos enfermos de seguir en contacto con sus seres queridos en un momento tan difícil, y tal vez incluso el último, de sus vidas?

La directora de ese hospital es, además de afiliada al PP, médico de profesión, y se supone que ha prestado en su día el juramento hipocrático bien en la versión del médico griego Galeno, que data del siglo II después de Cristo, bien en la actualizada de la convención de Ginebra (1948).

Un juramento por el que el profesional se compromete, entre otras cosas, a “hacer de la salud y la vida” de sus enfermos la primera de sus preocupaciones, mantener, en la máxima medida de sus medios, “el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica” y a ejercer ésta “con conciencia y dignidad”.

Dice también ese juramento: “No permitid jamás que entre el deber y el enfermo se interpongan consideraciones de raza, de religión, de partido o de clase”. Algo que, al menos en lo referente al partido, no parece haberse tomado aquélla realmente en serio.

Parece haber pesado en efecto más que cualquier otra consideración su afiliación al partido de la presidenta de la Comunidad madrileña, quien, frente a viento y marea, ha convertido el polémico “Isabel Cendal” en un puntal de su batalla propagandística frente a la izquierda.

Pero, por si no bastase con lo que dice el juramento de Hipócrates, está, como se ha preocupado de recordar algún medio, la ley española de Autonomía del Paciente, que obliga a transmitirle a éste la información clínica en el marco del respeto de su autonomía, su voluntad e intimidad.

¿Cómo es posible que quien pretendía atropellar de tal forma los derechos que asisten en todo momento al enfermo continúe todavía hoy en su puesto? ¿Y cómo es también que la defienda con tan partidista terquedad el Gobierno madrileño con el farisaico argumento de que se trató de una “conversación privada?”

Si se produjese un caso así en cualquier país del norte de Europa, Alemania, Holanda o cualquiera de los escandinavos, no debe cabernos duda alguna de que tan indigna profesional no duraría un día más al frente de su hospital. Pero España, ya lo sabemos, “es diferente”.

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