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José María Asencio

Los derechos en riesgo

Una mujer con mascarilla.

La crisis sanitaria ha tenido como consecuencia directa la normalidad de la vigencia del estado de alarma, solo considerado constitucionalmente como una excepción de duración muy determinada y breve. Bajo esta situación, los derechos fundamentales se han restringido, de manera que lo extraordinario se ha convertido en algo normal y que esa anormalidad, lejos de ser considerada como especial y negativa, ha pasado a incorporarse a la sociedad como un bien, como una garantía de convivencia. La conciencia social ha variado o está variando, hasta el punto de que se justifica la restricción del ámbito de libertad y se acepta la legitimación de los poderes públicos para coartarlo sin normas legales que limiten ese poder devenido ilegítimo.

No hay reacciones frente a decisiones que no se justifican mínimamente, adoptadas cada vez con más frecuencia desde la concepción de la plena libertad del Estado para ordenar sin respeto la libertad de la persona. Y no las hay porque, en esta nueva normalidad que se promete cercana, se ha aceptado como un bien el control estatal de las relaciones particulares y la entrega al Estado de nuestros derechos y de nuestras responsabilidades. Súbditos en lugar de ciudadanos. Y así aparecen en escena los que, con cierto orgullo, exhiben sus propuestas solo porque son razonables, sin el más mínimo cuidado a la hora de demandar lo que, de futuro, puede cambiar la sociedad de forma irreparable. Y la sociedad se muestra receptiva, sin exigir garantías y límites a resoluciones, razonables en muchos casos, pero solo si la ley las autoriza y regula. Sin ley, son abusos o pueden serlo en su ejercicio ilimitado e incontrolado.

Una nueva conciencia se va forjando y desde las instancias de poder, sin distinción de partidos, se siembra una orientación que tiene como base una idea de sociedad y de persona muy diferente de la que constituía la base del constitucionalismo liberal en sentido amplio, del humanismo y la Ilustración. El terreno para el autoritarismo se ha sembrado y empieza a dar sus frutos en una sociedad narcotizada por el miedo y la aceptación obsecuente del poder.

Mientras esa sociedad se desangra y desmorona en una deriva peligrosa, propia de esa masa a que Ortega hacía referencia, los partidos se deslegitiman con políticas de confrontación, que ignoran el estado de shock común y que tienen como objetivo inmediato el poder, su mantenimiento o el alcanzarlo, sin asumir que, antes que sus aspiraciones o ambiciones, está el bien común.

A la vez, el gobierno y el parlamento, absteniéndose de regular lo más básico, dictan leyes que, por ser ideológicas, deberían esperar a momentos de calma, reflexión y debate. Reformar la educación, profundizar la memoria histórica o entrar en debates extremos sobre leyes de género no parece lo más adecuado cuando la sociedad, cansada, permanece ajena a cuestiones que no constituyen su preocupación más inmediata, pero que forman parte de materias esenciales que identifican a una mitad del país contra la otra.

Con la excusa de la alarma, el derecho a la propiedad se va cercenando, siendo éste la base del modelo liberal. La propiedad constituye un derecho fundamental, no meramente programático tras la aprobación del protocolo adicional al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Su función social no permite la expropiación sin contraprestación, es decir, la socialización de lo privado. Prohibir desahucios o legitimar la usurpación de la vivienda ajena, la ocupación ilegal, es inconstitucional; obligar a mantener el uso de la vivienda sin contraprestación, igual.

Se olvida algo tan fácil como que es el Estado el obligado a satisfacer los derechos de sus ciudadanos, no los sujetos privados.

Pero, es que esa imputación a los particulares de las obligaciones del Estado, limitando sus derechos, empieza a ser frecuente. El anteproyecto de ley de medidas de eficiencia procesal es un ejemplo. Corresponde a los ciudadanos solucionar sus problemas y llegar a acuerdos; su derecho a la tutela judicial efectiva se supedita a la obligación abstracta de no abusar del servicio público de la justicia. Y no abusar, entiende la ley, se traduce en un deber de concertar con la otra parte para no asumir los riesgos de verse expuestos a multas, aunque se tenga razón. Menos gasto para el Estado en una justicia privatizada que choca con esa pretensión de nacionalizar todo. Una contradicción, salvo que se entienda que lo privado es público. Ahí está la clave poco disimulada y peligrosa.

El Estado, pues, deriva sus responsabilidades en la ciudadanía. No puede cumplir con las obligaciones que se impone, a veces por razones programáticas. Un Estado, pues, que socializa lo privado a la par que privatiza sus propias obligaciones derivándolas en los administrados considerando que todo es estatal.

Y todo ello, además, con ataques a la libertad de prensa, que se quiere controlada y pública y el deseo confesado de una justicia sin independencia.

El círculo se puede cerrar y ser perfecto si se llegara a aprobar el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal. Un proyecto hecho por y para la Fiscalía en su letra pequeña, durísimo para la defensa y que incorpora todas las novedades inquisitivas que, hasta hace años, eran reaccionarias y hoy, expresión de progresismo y garantismo.

Poco a poco y el COVID y la educación han hecho sus deberes, se debilita el Estado de derecho. No es una exageración. “Luego vinieron por mí” (Niemöller o Brecht).

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