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Puertas y ventanas cerradas en una imagen de archivo.

 En mi casa, cuando era pequeño, todas las puertas estaban cerradas. Se trataba de una manía de mi padre, cuyo pánico a las corrientes de aire era legendario. Hablamos, por tanto, de una casa poco ventilada. Cada habitación poseía su propia atmósfera, de manera que viajar de una a otra era como moverse entre la Tierra y Marte. Si cierro los ojos, mi memoria olfativa me conduce al dormitorio de mis padres, que era quizá el más denso desde el punto de vista aromático. El olor de la colonia barata de mi madre se trenzaba con el de sus polvos de maquillaje y el de sus cremas hidratantes, todo ello dispuesto cuidadosamente sobre un tocador frente a cuyo espejo se arreglaba. Cuando menciono su “colonia barata” no quiero decir que oliera mal, sino que costaba poco dinero. Si las colonias baratas olieran mal, no se las compraría nadie. ¿Olían peor que las caras? ¿Cómo se gradúa eso en una escala del uno al quince? Imposible.

La colonia de mi madre dejó de fabricarse, pero un día, hace poco, ascendiendo en las escaleras mecánicas de unos grandes almacenes hacia la planta de Deportes, se colocó delante de mí una señora de cuya cabeza emanaba un olor idéntico al que despedían los cabellos de mi madre. Fue un shock. Estuve siguiendo a la señora durante un rato y al final me acerqué a ella y le pregunté por su perfume. Resultó tratarse de una marca carísima, de un precio prácticamente inalcanzable. La colonia barata de mi madre había evolucionado para convertirse en la fragancia de las clases altas. Si hubiera vivido, la habría llamado para hablarle de ese ascenso social inesperado.

Cuando mis padres envejecieron, las puertas cerradas les producían asfixia. Todas, sin excepción, se encontraban abiertas y el pasillo se hallaba permanentemente atravesado por una corriente de aire que arrastraba todos los olores. El miedo a la muerte le había hecho perder a mi padre el pánico a las corrientes. Ahora le parecían saludables, aunque le costasen un catarro anual. La casa, con todos sus ojos abiertos de par en par, se había vuelto otra, en la que yo me sentía demasiado expuesto a las miradas de las habitaciones. Al pasar por delante de ellas, me juzgaban. Quizá por eso los visité poco en la última época.

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