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José María Asencio

Normalidad democrática

Tiene razón Pablo Iglesias cuando dice que en España no hay una situación de normalidad democrática. Efectivamente, no la hay cuando en el gobierno se integra un partido como el suyo declaradamente “antisistema”, enfrentado a la Constitución y al régimen democrático propio del mundo occidental en el que vivimos. Tiene razón cuando forma parte de ese gobierno quien tiene como pretensión esencial demoler el sistema, la concordia constitucional y regresar a la recreación de la ruptura y de los absurdos que provocaron una guerra incivil que para esa formación no está concluida.

No hay normalidad democrática en quien, ante la enfermedad y el sufrimiento, ofrece palabras, demagogia imposible de hacerse realidad, miseria de futuro, autoritarismo comprobado en los regímenes que anhela. Es una anormalidad que todas sus soluciones pasen por la destrucción del Estado y sus bases esenciales, por el rechazo a la propiedad privada, por el control absoluto de la sociedad por dirigentes políticos, por el arrumbamiento de la Monarquía, por el reconocimiento de derechos no aceptados internacionalmente, por medidas que hacen huir a los inversores de este país, por el cierre de las empresas, por la esclavización que supone la subvención generalizada Porque todo eso constituye “su” democracia. Una democracia que, nadie se engañe, se parecería a su partido, paradigma de autoritarismo y cesarismo.

No es normalidad democrática que el gobierno se manifieste dividido produciendo una sensación de desamparo en la ciudadanía que incrementa su desánimo. La soledad o el abandono, cuando no el rechazo, cunde socialmente.

No hay normalidad democrática cuando VOX, partido legal, es agredido y la violencia es aplaudida, cuando no fomentada por quienes dicen que no hay democracia.

No hay normalidad democrática cuando la política partidista en su peor expresión, ésta que destruye la credibilidad del sistema y que aleja a la ciudadanía de quien debe representarla, es la que preside la actuación de los partidos políticos. La desafección hacia esta forma de comportamiento crece exponencialmente y no parecen darse cuenta ni los unos, ni los otros.

No hay normalidad democrática cuando se quiere imponer una forma de pensar, legalizando el insulto selectivo y a la vez reprimiendo duramente la libre expresión cuando se trata de los valores de quienes quieren imponer una verdad absoluta. No soy partidario de la vía penal para reprimir la libre expresión; sí de que esta respuesta se mantenga selectivamente frente a lo considerado correcto desde los talibanes de la nueva moral colectiva. Les advierto de que muchos seguiremos diciendo lo que nos parezca oportuno. No tienen autoridad moral para prohibir nada por mucho que les guste a los democráticamente normales.

No hay normalidad democrática cuando los derechos fundamentales se restringen sin explicaciones objetivas. Y el cierre de la hostelería es un caso claro de decisión impuesta sin explicaciones, sin fundamentación. Porque, hasta ahora no se han ofrecido datos concretos en los que basar la norma, no meras opiniones, sino elementos ciertos de grave transmisión en esta actividad tan esencial para la vida económica y el desarrollo personal de este país.

Conocer las razones objetivas en las que se apoya el Poder es lo propio de una sociedad democrática constituida por personas libres, no por súbditos. Y súbditos son quienes se ven obligados a soportar decisiones sin justificaciones objetivas accesibles a los afectados. No pueden limitarse derechos sin justificación y si ésta es sanitaria, ha de acompañarse todo mandato de datos precisos avalados por especialistas.

No digo que no se haya pedido opinión a tales especialistas. Digo que deben ser publicados sus informes técnicos para conocimiento general y para, en su caso, hacer valer cada cual sus derechos donde proceda. Eso es el Estado de derecho.

Conforme a la ley y la jurisprudencia, toda decisión que limite derechos ha de motivarse conteniendo el llamado juicio de proporcionalidad. Y por tal ha de entenderse, muy resumidamente, que la medida sea excepcional, es decir, que no existe otra menos intensa en la afectación al derecho que proporcione resultados similares; que sea necesaria, esto es, no meramente conveniente, sino imprescindible, inevitable y única solución; que sea idónea o, lo que es lo mismo, útil para lo que se persigue; y, proporcional en sentido estricto, lo que se traduce en que el bien conseguido ha de ser adecuado al mal provocado, debiendo moderarse su aplicación si hay fórmulas menos restrictivas que conduzcan a resultados similares.

Y todas estas condiciones se han de reflejar en la resolución dictada, de modo preciso, justificado sobre la base de datos, en este caso médicos, sin que pueda ser sustituida la motivación por opiniones, incluso de especialistas, sobre la conveniencia de adoptarlas. No es suficiente la opinión, incluso técnica, si no se basa en elementos objetivos y contrastados, especialmente cuando en otros lugares no se ha adoptado esta medida y la evolución de la enfermedad es positiva.

El estado de alarma permite cerrar la hostelería, pero no hacerlo sin cumplir con los requisitos que la ley y la jurisprudencia imponen en general. El estado de alarma no abre la puerta a la arbitrariedad y toda decisión administrativa no motivada puede incurrir en esa desviación inconstitucional.

Cerrar la hostelería totalmente, sin excepciones al menos al aire libre, limitadas y con medidas de seguridad suficientes exige, por el grave daño a quienes viven de ella, a su trabajo, a su familia, a su subsistencia, de explicaciones concretas, no genéricas. Y ninguna conocemos.

Y eso, explicar a la ciudadanía lo que se hace, es normalidad democrática. Prohibir, tan de moda hoy, no es democrático. Y lo digo desde el respeto a las instituciones, pero con la firmeza de las convicciones.  

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