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Alejandro Benito

Alicante no es una ciudad turística

Desde hace un año nos encontramos sumidos en un paréntesis en el que demasiadas cosas pasan por alto o se posponen a la espera de que el virus remita. Mientras, Alicante está apagada e irreconocible, y aunque parece que las consecuencias de todo lo que ahora ocurre son achacables a la pandemia, quienes en sus manos poseen el rumbo de la ciudad deberían replantearse si es esto real o solo un placebo repetido para autocomplacerse y evadir responsabilidades. Más pronto que tarde recuperaremos la normalidad, los negocios reabrirán, los turistas regresarán y nosotros, al igual que el resto del mundo, volveremos a viajar haciendo de nuevo funcionar una rueda que ahora detenida mantiene Alicante paralizada. ¿Cómo será la ciudad que se enfrente a esta nueva y definitiva normalidad?

La tan comentada tristeza que cada día se cierne sobre el Alicante de las persianas bajadas no es meramente superficial ni poética. Y pese a ser cierto que a partir de las seis de la tarde los pocos paseantes que recorren nuestras calles se topan con un escenario melancólico e hibernante a la espera de tiempos mejores-incluso el alumbrado público parece haber echado el cierre parcial por solidaridad con los comercios-también se topan en esas mismas calles con otro tipo de tristeza todavía más importante, sobre todo para quien la vive en primera persona.

Cuando cae la noche, a eso de las siete de la tarde, en lugar de paseos con horchata o helados, actuaciones, exposiciones o visitas culturales, la actividad protagonista del casco antiguo, meca del turismo en cualquier ciudad o pueblo que aspire a atraerlo, son las conocidas como colas del hambre. Sonaron clarines hace casi dos años cuando las Monjas de la Sangre fueron forzadas a abandonar el Monasterio situado en el corazón de Alicante para trasladarse a la Santa Faz. Se anunciaron mil y un usos públicos para el inmueble considerado bien de interés cultural. Alicante, la ciudad de los anuncios. La realidad es que hoy se ha convertido en un espacio para la solidaridad en el que se reparten alimentos y bebidas calientes a innumerables transeúntes que son los que ahora pasean por el centro histórico de Alicante y los que hoy se sientan en los bancos de sus plazas a ingerir lo que en la Iglesia se les ha dado porque no disponen de otro lugar para ello. Lamentablemente, esa es la realidad de esta ciudad en 2021: la del hambre. Existe y es tan real como lo que otros vivimos en nuestras casas.

Seguramente esa imagen sea incompatible con el turismo, pues todos preferimos egoístamente mirar para otro lado y no encontrarnos de bruces ante la barroca fachada del Ayuntamiento, cuya belleza de otro siglo lucha ahora contra cables y nidos de palomas, con corrillos de indigentes departiendo, aseándose en la fuente y apurando la última cucharada de sus envases entregados a pocos metros. Si a esto sumamos la iniciativa de Alicante Gastronómica, que mientras el sector de la hostelería permanece cerrado da de comer a tantísima gente necesitada, o las caravanas de Cáritas que recorren muchos barrios, pero también el entorno del Teatro Principal o el Mercado Central, repartiendo chocolate caliente y caldo a quienes sufren el frío y el hambre apoyados en los principales iconos de la ciudad, nos encontramos con la verdad de este, nuestro Alicante.

El Ayuntamiento, tras más de tres años con la plaza de gerente del Patronato de Turismo vacante, no tiene un plan, igual que no lo tenía antes de la llegada de la pandemia cuando la única preocupación era la idoneidad de la ubicación de la polémica e impuntual oficina de turismo mientras el paso del tiempo hacía mella en el semblante de la ciudad.

El potencial de Alicante es evidente y no solo se reduce al sol y la playa que cada vez más necesitan de una oferta complementaria contundente para ser un producto capaz de destacar en un mercado tan competitivo como el Mediterráneo. Todo eso está aquí, pero no es suficiente si no se pone en valor. La llegada de cruceros a nuestra ciudad, dejando aparte el batacazo del 2020, venía descendiendo desde el año 2017 mientras, por el contrario, el turismo firmaba cifras de récord en todo el mundo. El teatro principal, que en 2016 lideraba el ranking de entidades culturales más destacadas de la Comunidad Valenciana, cayó hasta el puesto 22 en 2019, cuando todavía ni siquiera el virus se intuía. Al igual que el MACA, que descendió en esos mismos años del tercer al undécimo puesto. ¿Por qué? Por la falta de interés que tiene todo lo que sucede en esta ciudad.

Lejos quedaron los grandes eventos como en su día fue la Volvo Ocean Race o el halo de estilo y glamour de nuestras playas en regresión, con lavapiés del siglo pasado y accesos destrozados. El estado del casco antiguo de la ciudad, sin el que jamás conseguiremos una imagen de marca, personal y con carácter, que identifique y se relacione con Alicante más allá de Mutxamel, hace tiempo que pasó de ser decadente a denigrante sin que jamás se hayan sentado unos criterios claros para potenciar la personalidad y el encanto que sin duda posee. Iconos como el parque de la Ereta o San Fernando, completamente abandonados y olvidados, solo atraen el interés de los aficionados a los botellones. Tabarca, ese paraíso alicantino que presume de ser la primera reserva marina de España y que podría ser ejemplo de todo se conforma con buscar una solución definitiva para su problema con las basuras y la sobrecarga. Por no hablar del castillo de Santa Bárbara, iluminado a parches y que nunca se sabe si sus ascensores y murallas están abiertos, cerrados o estropeados. O las joyas patrimoniales que son Santa María y San Nicolás en las que no existe ni una sola indicación para los turistas o para los propios alicantinos interesados en sus aspectos culturales (pedir que haya códigos QR ya me parece incluso obsceno). Y el único comodín que siempre queda son las Hogueras que inundan hasta la Navidad en forma de Belén gigante. ¿De verdad no se nos ocurren más ideas? Estamos en 2021, tener wifi gratuito es algo que quizás en un pueblo remoto de Marruecos sea útil para los turistas, pero en una ciudad como Alicante el nivel de exigencia está mucho más alto, o eso cabe esperar. Pero no, ni siquiera existen aseos públicos como en las grandes ciudades europeas. Arrastramos las carencias del siglo XX en unos tiempos en los que la tecnología y el conocimiento que disfrutamos al alcance de nuestra mano nos ponen en bandeja las soluciones. Solo basta con mirar alrededor, aunque hasta para copiar haga falta inteligencia.

Hoteles, restaurantes, cafeterías y demás empresas turísticas, junto a sus proveedores, son el sustento de miles de familias de la ciudad. Ofrecen sus servicios para satisfacer las necesidades de otros tantos alicantinos y de todo el que nos visita interesado por nuestra cultura, naturaleza, tradición, clima, ambiente… pero si no conservamos, mimamos y potenciamos todo ello, no conseguiremos nada, porque por menos de lo que vale un autobús a Valencia hoy se puede volar a cualquier remoto rincón de Europa. ¿Cómo hacer para que siga mereciendo la pena escoger La millor terreta del món?

En definitiva, tiene todo para serlo y seguramente algún día lo fue, pero, a día de hoy, Alicante no es una ciudad turística. La clave no consiste en Resistir, sino en reinventarse.

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