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Matías Vallés

El 23F no es lugar para héroes

A cuarenta años de distancia, el golpe no fue un ejercicio de coraje, nadie estaba dispuesto a perder la vida ni mucho menos el poder

23F: ¿Qué ha sido de sus protagonistas?

Cuarenta años es la unidad de cuenta de la historia de España, la cifra mide la duración de los mandatos de Franco o de Juan Carlos I. El 23F ha sobrevivido a esa muralla temporal, que define la entrada de un acontecimiento en la perennidad. Se critica la proliferación de tesis disparatadas sobre los comportamientos y actitudes, durante un lapso golpista que apenas se extiende unas doce horas. Sin embargo, las especulaciones de los protagonistas de aquella zarzuela superan a las cábalas que se han amontonado después. En ambos bandos.

A cuarenta años de distancia, el golpe no fue un ejercicio de coraje, nadie estaba dispuesto a perder la vida ni mucho menos el poder si ello fuera posible. Se puede consensuar que “es acertado juzgar que el valor constituye la primera de las cualidades humanas, puesto que es la virtud que garantiza todas las demás”. No solo es una cita oportuna por proceder de Churchill, que se pavoneaba a caballo por el campo de batalla, sino porque la incluyó en su perfil de Alfonso XIII como si hubiera previsto que su nieto gozaría de ese instante decisivo un 23F. Con el precedente de que el abuelo coqueteó con el golpismo, de ahí que presentara al general Primo de Rivera con una referencia de mascota, «este es mi Mussolini».

A menudo se espolvorea la calificación heroica para retratar a los protagonistas democráticos del 23F. Sobre todo, porque su opción acabó por imponerse. Ahora bien, los que se echaron al suelo tras la irrupción del torero Tejero escenificaron una rendición. Especularon y capitularon de antemano, trocaron la salvación incierta a cambio de la humillación literal. Los más doctos entre ellos admiraban a Hannah Arendt, pródiga en palabras feroces hacia los judíos que siempre se sometieron dócilmente a los designios de los genocidas nazis.

El coraje es incompatible con la genuflexión. La conclusión elemental de que todos los presentes hubiéramos reaccionado con idéntica obediencia decae, porque a los diputados les alcanzaba una responsabilidad singular. Gandhi no se tiró al suelo, sino que lo ocupó. Aznar salió del atentado a pie, con una valentía escalofriante que lo catapultó a La Moncloa. Ahora bien, arrodillarse ante patanes disfrazados puede ser un éxito de supervivencia en términos darwinianos, pero no da la mejor imagen de la España de 1981 ni de los Estados Unidos de 2020.

Hay un momento en que la víctima se niega a profundizar. Se dirá que mantenerse impertérritos hubiera sido una temeridad suicida. Con este discurso, la preservación del heroísmo de los diputados yacentes condena las gloriosas excepciones sedentes de Carrillo, Suárez y Gutiérrez Mellado. En la lógica pervertida de la pandemia, se les acusaría de inductores al homicidio de sus compañeros. Se añadirá que el peligro de muerte excusa cualquier comportamiento deslucido, pero los parlamentos de España o Estados Unidos envían a sus compatriotas a morir sin pestañear, a menudo en expediciones bélicas que la historia tachará de disparatadas.

El golpe resultó incruento, pero no gracias al arrojo al suelo de los parlamentarios, porque se ignora el desenlace en caso contrario, ante bravucones que acabaron huyendo de sí mismos por las ventanas del Congreso. La especulación se trasladó a la clase política del resto del país, y no puede ser resuelta ni por los afectados. Las motivaciones de una decisión en un entorno traumático son tan oscuras que ni los propios protagonistas aciertan a desbrozarlas. O ellos menos que nadie.

Tómese por ejemplo al actor estelar. Tras desplegar su indudable poder de convicción para neutralizar el amotinamiento, y dado que el país estaba en vilo al borde del precipicio, ¿se hubiera negado enérgico Juan Carlos I a ser Rey en un golpe triunfante? Se esgrimirá la entereza del monarca, pero su tutor Alfonso Armada no tenía por qué ser menos persuasivo que Corinna en otro instante decisivo. No se trata de confortar a quienes ahora zahieren al Emérito, para purgar su idolatría pretérita. Cabe admitir con todo que hoy resulta más fácil apuntalar las hipótesis comprometedoras del 23F, tras el batacazo de su principal protagonista.

El maniqueísmo castizo oscurece las salidas honrosas a los comprensibles titubeos del 23F. Conviene recordar que los apaciguadores no son inevitablemente traidores. En la Inglaterra de los años treinta, ministros como Sir Kingsley Wood destacaban por su inclinación hacia Hitler en el gabinete de Chamberlain, una afinidad que no le impidió apoyar fervoroso el nombramiento del mismo Churchill de antes para guerrear contra el nazismo.

Aceptar la ambigüedad es preferible a derramarse en maximalismos facilones. Cuando Dominique de Villepin mantiene la vía diplomática con Sadam en 2003 ante el Consejo de Seguridad de la ONU, no por ello simpatiza con Al Qaeda. Con perspectiva, es posible que ni siquiera estuviera equivocado. Los vacilantes y equidistantes del 23F hubieran refugiado sus indecisiones en los desastres vigentes. ETA había matado a 93 personas durante aquel 1980, a una media de dos asesinatos semanales.

La visión sin especulaciones del golpe también choca con la suavidad de las condenas y la profusión de los indultos. El perdón a los facinerosos, apiñados en torno a la toma del Congreso, solo es comparable a la amnistía extendida sobre quienes jugaron a varias barajas. El 23F no es lugar para héroes.

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