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Rafael Simón Gil

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Rafael Simón Gil

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Los resultados de las elecciones celebradas en Cataluña han pasado su correspondiente factura. El problema, como era de esperar, es saber si los comensales del banquete están dispuestos a pagarla y en qué proporción, porque convendrán conmigo que no es lo mismo pedir becada con foie que solicitar al camarero un frugal consomé con yema. Y tampoco guarda proporción bañar el menú con un Romanée-Conti que con un crianza de Rioja. Y reitero lo de pagar la factura porque tengo para mí que a la hora de asumir el coste de la fiesta electoral que han pasado los ciudadanos a sus políticos, algunos comensales salgan pitando al cuarto de baño con la excusa de que se les ha soltado el vientre al ver el monto de la cuenta. Si a ello sumamos que el partido más votado ha sido la abstención, que como saben es insolvente, ya me dirán ustedes dos cómo se prorratea la factura.

De momento Pablo Casado, el paladín romano del PP (por el peinado augusto-cesáreo que luce desde que se proclamó vincitor), aún no se ha ido al retrete para aligerar la pesada carga que al parecer le dejaron sus predecesores en el cargo, pero anuncia que se va de Génova al apreciar los graves problemas de aluminosis que afectan al edificio popular. Todo un símbolo freudiano digno de psicoanalizar: el hijo mata al padre en la persona inanimada de un edificio. Metáfora por parábola, y aprovechando que estoy recostado en el diván de la calle Berggasse 19 de Viena donde Freud analizó el dolor del mundo a través de una alegórica vagina, mi sombría y acre imaginación shakesperiana se traslada al escocés castillo de Cawdor, allí donde se desarrolló el drama histórico de Macbeth. Entre crímenes y codicia, profecías de brujas y ramas de árboles que ocultan el bosque, es tras los muros del castillo donde se desarrolla la tragedia. El edificio, como epítome de las ambiciones personales, tenaz reflejo de un muro carcelario que enclaustra la historia y sus personajes, resume a la perfección el dilema de Pablo Casado y los populares. Pero la culpa del derrumbe no la tiene el edificio, sino las termitas. ¿Ha pedido la cuenta, sir?

Quien tampoco está dispuesta a pagar el importe que han pasado las urnas catalanas es la ciudadana Arrimadas, que haciendo auditoría de la noche electoral prefiere apuntarse a la tropa que solo pidió consomé con yema (a baja temperatura) y una copa de vino de la casa. Ante tan magro viático coquinario, pensará Arrimadas, no parece de recibo hacer frente a una factura tan alta como la que le presenta Tony, el maître valenciano del restaurante. El dilema de Arrimadas tiene menos que ver con el drama que se desarrolla en el castillo de Macbeth y más con la tragedia hamletiana del Príncipe de Dinamarca. No tanto por el soliloquio dubitativo de Hamlet, que también, sino porque de seguir así es posible que al final de la cena nadie quede vivo. ¿Ha pedido la cuenta, my lady?

Del bucle catalán no es fácil salir, y una vez pasadas las elecciones, no la digestión, un tal Pablo Hasél es detenido en la Universidad catalana de Lérida por los Mossos para cumplir la sentencia a la que le condenó la Audiencia Nacional por enaltecimiento del terrorismo, confirmada por el Supremo. En el historial de Pablo (el malo) constan varias condenas, una de ellas por amenazar a un testigo. Pese a todo, la extrema izquierda de Podemos, con Pablo (el bueno) y Pablo (el feo) Echenique a la cabeza, pide ahora que no se condene a Pablo (el malo) Hasél. Pablo Iglesias, el bueno, decía hace unos años sobre Pablo Hasél, el malo, que “le gustaría que hubiera leyes para juzgar a gente como ésta”. No consta que Pablo el feo desmintiera a su jefe, Pablo el bueno. Y parece que les han hecho caso: hay leyes, lo han juzgado con todas las garantías de un estado de Derecho y lo han condenado.

Lejos de respetar las sentencias de los tribunales españoles, la independencia de nuestros jueces y las normas de una democracia, la extrema izquierda, los antisistema, el anarquismo irredento y una tropa de profesionales de la violencia organizada que nunca han trabajado ni pagado un impuesto, incendian la calle, agreden a la Policía, arrasan bienes públicos, asaltan comercios y saquen cuanto llega a sus manos. En medio de esta violencia extrema de la extrema izquierda, Pablo Echenique, portavoz parlamentario del partido que junto al PSOE gobierna España, alienta las protestas en un tweet “apoyo a los jóvenes antifascistas que están pidiendo justicia y libertad de expresión en las calles”. Lo dice Echenique, que fue sancionado por mantener sin contrato a su empleado. Por eso no le gusta la justicia española. Como tampoco le debe gustar al diputado podemita Alberto Rodríguez, citado a declarar como investigado por el Tribunal Supremo por presunto delito de atentado a la autoridad. Ni tampoco le debe gustar a la diputada podemita Isa Serra, condenada a 19 meses de cárcel por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid por atentado a la autoridad, lesiones leves y daños. Ni le debe gustar al podemita Juan Carlos Monedero, citado como investigado por un juzgado de Madrid por una presunta factura falsa. Ni le debe gustar la Hacienda española, dado que en su día tuvo que pagar 200.000 euros para evitar una sanción fiscal. No les gusta la justicia española, por eso quieren controlarla.

Como nuestro amigo Shakespeare ha sostenido el aspecto ético de estas líneas y como las líneas éticas que sostienen a nuestra extrema izquierda en el poder son tan nítidas que no le preocupan a Pedro Sánchez, viene a mi memoria la frase del Rey Lear: “Tráete un maestro que le enseñe a mentir a tu bufón: me gustaría aprender a mentir”. Podemos es un partido democrático. A más ver.

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