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Salvar la democracia liberal

El Salvador comienza el reparto de paquetes electorales para los próximos comicios

Las calles se incendian por hordas de jóvenes gamberros que hacen de la algarada el momento más emocionante de su aburrida vida de escolares obedientes. La paciencia y el tiempo cadencioso han desaparecido del espíritu de las nuevas generaciones dominadas por la estimulación digital permanente. Lo académico les irrita. Todo lo que no sea rápido y veloz, instantáneo, como el Nesquik, les amuerma. No hay tiempo para deshacer los grumos del Cola Cao. Ha vuelto la kale borroka aunque los pubs y las tabernas estén cerradas.

En paralelo, y es lo novedoso respecto a otros momentos de adoquín callejero –Mayo del 68, las revueltas del Cojo Mantecas, el primer 15M, los chalecos amarillos franceses…–, los jóvenes airados han construido partidos políticos que consiguen representarles y acceso a los parlamentos e, incluso, a las instituciones ejecutivas. Podemos, pero también las CUP, desde luego Bildu, y en parte algo –solo algo– de Compromís se alimentan de este fenómeno.

Lo difícil es conseguir mantener el control de partidos tan vocacionalmente asamblearios y al mismo tiempo aprender a gestionar los servicios públicos, a legislar o a sortear el confort aburguesado que cualquier inserción en la sociedad genera. Pablo Iglesias, por ejemplo, sobrevive con dificultades al reto pese a su caudal de lecturas políticas y su conspicua inteligencia. No es fácil, por no decir imposible.

Al otro lado del espectro ideológico, la derecha constitucional hace aguas. Recordemos que en la II República, la derecha no era una sino muchas coaligadas, CEDA, una confederación de derechas autónomas. Y subrayemos, además, lo que ya ocurriera con la señorial UCD, rebasada por la derecha de Fraga Iribarne, quien se presentó federado a una sopa de partidos que incluía a los regionalistas cuando el terrorismo de liberación vasco puso en jaque a la bisoña democracia española.

Ahora ha sido Cataluña la que ha cuarteado a la derecha nacional: Hace lustros que el PP renunció a tener un proyecto viable para las cuatro provincias catalanas, y ese vacío en parte lo cubrió Ciudadanos; y ocurrió lo mismo más recientemente con la táctica a la gallega de Mariano Rajoy –no hacer nada– hasta que la deriva independentista sobrepasó su realidad de cristal. La inmovilidad del PP se trocó en cohete populista en manos de Vox.

Hubo un tiempo, sin embargo, en el que el PP de José Mª Aznar, mientras leía en la intimidad a Pere Gimferrer –…la juventud, fuegos de artificio…–, se planteó, incluso, exportar el modelo navarro a Cataluña fusionándose con la Unió Democràtica. En ello anduvo Fernando Villalonga y el propio Durán i Lleida, mientras Aznar expulsaba del partido a Vidal Quadras.

Desde entonces el paisaje político de los populares catalanes es un desierto, pero por allí todavía quedan oasis y ullales, de los restos de la UDC a los del PdCat y del PNC de Marta Pascal, de exministros como Josep Piqué a dirigentes empresariales como Juan Rosell o anónimos como los generados por Societat Civil. Algunos de ellos tal vez podrían evitar la fuga de la derecha española que reside en Pedralbes o la Bonanova hacia el universo ultra.

Así pues, a lo que asistimos es al hundimiento paulatino del conservadurismo moderado y la democracia cristiana bajo el empuje demagógico de Vox. Tal vez, desde una perspectiva partidaria, la de sus rivales ancestrales, la socialdemocracia que sustancia el PSOE, sea motivo de felicidad, pero para el avance social y económico del país general es un desastre que la visión política de la derecha se radicalice. Ya le ocurrió a François Mitterrand, quien auspició a Le Pen frente al gaullismo tradicional y Francia sigue pagando ese grave error político que también terminó por arrastrar al Partido Socialista francés.

No les queda otra al PP y a Ciudadanos que trabajar en su confluencia, bajo cualquier fórmula, pero con un objetivo claro: la construcción de un nuevo centroderecha de orden, democrático y liberal, que asuma y disfrute la descentralización autonómica, sensible en lo social y garante de las libertades y los derechos civiles. La consecuencia obvia de todo ello es que ni el PP ni Ciudadanos pueden estar ausentes del escenario político catalán, ni del vasco.

Cataluña no es Escocia. El país del whiskie tiene poco peso territorial, solo 59 de 650 distritos electorales son escoceses, el 9% de la Cámara de los Comunes, de ahí que a los tories apenas les preocupe no conseguir escaños en las tierras altas británicas. Cataluña, en cambio, aporta cerca de 50 de los 350 diputados que conforman las Cortes Generales españolas, el 14% (por el 9% de la Comunidad Valenciana, el 10,5% de Madrid o el 17,5% de Andalucía).

Y ahí no cabe Vox. Del mismo modo que cabe a duras penas Podemos en el arco socialdemócrata con sus pueriles ataques al empresariado, la monarquía o a los medios de comunicación. La irrupción del radicalismo político en tiempos de crisis económica como la que se desató en 2007 era esperable, pero para afrontar la salida de la crisis sanitaria y humana del coronavirus así como para poner en marcha los programas de reconstrucción económica hace falta que la democracia liberal funcione y proporcione estabilidad. Es absurdo ver polarizarse al centroderecha y al centroizquierda cuando el país necesita de sus pactos; entre los dos representan más del 60% del electorado.

La crisis de las vacunas nos está desnudando como país frente al mundo de la industria, la ciencia y la investigación. Mientras, el cierre de los bares liquida una porción de pib y empleo excesiva para una nación que se precia de desarrollada y moderna –¿la octava economía del mundo?, se acuerdan. Y al mismo tiempo, vemos como los jóvenes golpean con adoquines el orden del sistema, aquel cuyo Estado jamás había dado tanto a sus ciudadanos como ahora, tal y como afirma, lapidario, el joven filósofo cordobés José Carlos Ruiz (Filosofía ante el desánimo, editorial Destino).

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