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Pilar Garcés

40 años del gran susto

Quienes vivimos el golpe militar del 23F incluso sin comprender su dimensión todavía recordamos el miedo de la gente corriente a perder la democracia y volver a la oscuridad de la dictadura

40 años del gran susto

Nos encantaba escuchar juntas el Debate sobre el Estado de la Nación, a mi madre y a mí, y las demás sesiones parlamentarias de importancia. Yo no entendía ni papa, pues los trece de entonces no son como los trece de ahora, que las crías manejan ordenadores con soltura, discuten hasta que sacas la bandera blanca y si te descuidas acaban hablando contra ti en la ONU o peor, en TikTok. Nuestra única extraescolar entonces consistía en desaparecer hasta la hora de la cena, y no dar guerra, mimetizándonos lo más posible con los muebles. Aunque teníamos la televisión en la cocina, pues en la sala siempre había alguien estudiando, durmiendo o jugando, nos gustaba seguir los discursos por la radio. Yo hacía la tarea en la mesa y mi progenitora guisaba, o cosía, o fumaba recostada en la encimera comentando cosas como «de las becas, nada de nada», «qué labia tiene Felipe», «Carrillo es listo», «el centro no existe, el centro es de derechas», «ya están esos, esos son de Franco».

Maldecía a unos, se reía a carcajadas con otros, vivía la política como otros el fútbol, como un asunto con unas reglas de juego al fin iguales para todos. El 23F estaba planchando, y no recuerdo que dijera nada de particular porque la investidura de Calvo Sotelo no generaba una expectación superlativa ni una gran emoción, aunque flotaba en el ambiente el runrún inquietante de fin de ciclo. Mis padres eran de los que se negaban en redondo a seguir las diatribas de quienes enumeraban las desgracias que aquejaban al país (inestabilidad, terrorismo, crisis económica) y zanjaban las discusiones con un «peor estábamos antes». Tenían la democracia en un pedestal. Así que ahí estábamos, con la radio encendida y de repente, pum. Yo lo de «se sienten, coño», no se lo oí a Tejero o al menos no lo procesé. «Vete corriendo a buscar a tu padre y dile que venga ahora mismo que ha pasado algo». Mi resistencia a interrumpir una partida de mus se vio doblegada con una mirada furibunda, «y que no te oigan los demás». Así que allí fui, y cuando me vi en el bar diciéndole a mi progenitor a la oreja lo del golpe de Estado (más bien «que la radio se ha cortado de repente con unos gritos, mamá está muy nerviosa») me di cuenta de que había salido con las zapatillas de andar por casa, qué vergüenza. Y qué susto, oírle soltar tantos tacos contra los militares por lo bajini mientras volábamos escaleras arriba. Me consta que mis padres, dos humildes ciudadanos del montón, se quedaron despiertos hasta las tantas pegados al transistor escuchando la SER y no se fueron a la cama hasta ver al Rey Juan Carlos por la tele, pese al madrugón del turno de mañana en la fábrica. Al día siguiente nos pidieron a los hijos que no hablásemos del tema en el colegio por si las moscas.

Es maravilloso haber vivido en directo algo tan decisivo, que pudo acabar tan mal y que se resolvió de la mejor manera posible para nosotros, alejando el fantasma de la involución y dejándonos vivir en paz. Ocurrirían cosas que no sabemos y tendrá defectos el sistema, pero se nos permite enumerarlos e incluso combatirlos. Hoy, que cualquier chorrada es calificada de histórica, los representantes públicos sobreactúan a diario y se ha puesto de moda calificar de «épico» el vídeo de la comunión del niño, vemos las fotos en blanco y negro de Tejero pipa en mano y nos da como risa. Pero no fue divertido, porque la pistola era de verdad y casi se va todo al carajo. Menudo susto aquel lunes.

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