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Higinio Marín

La pandemia: lo digital y lo corporal

Ha sido así desde que Marco Polo o los conquistadores llevaron consigo a frailes predicadores, o los barcos de guerra transportaban expediciones científicas

Economía.- El 80% de los trabajadores prefiere la oficina al teletrabajo al menos tres días por semana, según CBRE

Hasta hace un año la globalización era una realidad sobre todo de naturaleza económica, por supuesto que también política, mediática y cultural, pero casi siempre aupada o a la zaga de intereses económicos. Ha sido así desde que Marco Polo o los conquistadores llevaron consigo a frailes predicadores, o los barcos de guerra transportaban expediciones científicas.

Por otra parte, las redes sociales han dado lugar a vecindarios planetarios en torno a aficiones, ideologías o creencias, así como foros profesionales, científicos y académicos. Sin embargo, hace un año ya que la globalización ha cruzado con la pandemia un umbral decisivo: se ha hecho carne. Por primera vez es una enfermedad la que sincroniza en oleadas los acontecimientos en todas las regiones del mundo.

Esta «encarnación» de lo global nos convierte mediante nuestro cuerpo en agentes o pacientes de contagio, enfermos, víctimas o supervivientes de un virus mutante que resulta fatal para muchos. Las vidas privadas de cientos de millones de personas se han visto afectadas penosamente. Y aunque habría mucho que revisar sobre si las actuaciones de los gobiernos han mejorado o empeorado la situación, lo cierto es que a estas alturas resulta evidente que se trata de una calamidad gigantesca cuyo final, por desgracia, no está a la vista.

El resultado de todo lo anterior es que esta encarnación patógena de lo global ha tenido su primer y principal reflejo emocional en el miedo. Se trata, además, de un miedo particular porque no surge de la índole moral o de las intenciones dañinas de los demás, sino de su condición de cuerpo potencialmente portador y contagioso. Esta forma de miedo es nueva entre nosotros, y, aunque recurrente en la historia de la humanidad, tiene aspectos desconocidos.

Tememos el cuerpo del otro, su contacto y cercanía, su aliento y las emisiones de su voz, sean cuales sean sus intenciones y afectos hacia nosotros. Es un miedo de lo carnal del otro y de la propia vulnerabilidad como cuerpo: una doble encarnación del miedo que precede a la del virus y afecta a sanos y enfermos; algo así como un pánico (del griego pan, todo) carnal, es decir, un miedo irrestricto de todo cuerpo y del propio.

El imprescindible y creciente recurso a las comunicaciones telemáticas que han sustituido tanto como es posible ese contacto físico ha servido de soporte para la extensión de relaciones entre ausentes. Reuniones, negociaciones, conferencias, clases y comunicaciones de toda clase, también de naturaleza personal y amistosa, se han transportado a las pantallas. El objetivo es conseguir un medio estéril de comunicación porque allí donde no comparece nuestro cuerpo ni el del otro, nos sentimos seguros y a salvo, y, efectivamente lo estamos, al menos del virus.

Así que esta encarnación de lo global nos empuja, paradójica pero comprensiblemente, a una «desencarnación» que hacemos efectiva en todos los actos y relaciones telemáticamente viables sin nuestra presencia física. Ese régimen de ausencia preferida daña las relaciones personales indefectiblemente, incluso aunque pongamos los medios telemáticos para paliar dicha distancia en lo posible. El inevitable deterioro de las relaciones y de uno mismo es un indicio valioso para comprender nuestra condición corpórea y su insustituibilidad.

Entre tantas restricciones sociales, todos hemos experimentado inequívocamente que las relaciones significativamente personales requieren reencarnase en encuentros, gestos y abrazos. Todas ellas son formas de «reencarnación» del aprecio y el afecto que superan la separación. Así que, si bien estar de «cuerpo presente» nos parecía la forma menos valiosa de estar, ahora se nos ha revelado como la consumación de cualquier otra forma de encuentro en la que el otro no sea sustituible por lo que sea capaz de comunicar.

Además, las comunicaciones telemáticas guardan un secreto detrás de la imposibilidad del contacto físico: la inviabilidad del silencio como relación telemática. Es muy reveladora sobre la naturaleza de lo virtual la imposibilidad de esos silencios prolongados que no solo jalonan todas las formas íntimas de la compañía, sino que no requieren de nada más que las justifique entre quienes quieren estar juntos.

Estar callados y, sin embargo, juntos, es la forma basal y simultáneamente consumada de la compañía, si bien inviable en una reunión online. Solo aquellos con quienes se quiere estar también cuando no se tiene nada que decir, tienen para nosotros un valor no digitalizable. Todas las promesas tecnocientíficas del transhumanismo que se promete capaz de inmortalizarnos en soportes no corpóreos con ilimitadas capacidades de almacenamiento de información son, sencillamente, necias por incomprensión de la condición imprescindiblemente corpórea de nuestra realidad.

Toda relación o acción con sentido propio requiere de esa presencia que la convierte en un acontecimiento, es decir, en real, ya sea una representación teatral, un acto de culto, una manifestación o una fiesta. La retransmisión o reproducción de todo lo anterior es entre equívoca y absurda porque su valor es precisamente el de un acontecimiento que no lo es, es decir, del que no se puede participar sino en «cuerpo presente».

De todo lo anterior hay una intuición certera en la propuesta teológica de que la plenitud de una dicha perpetua requiere la «resurrección» de los cuerpos. La más espiritual de las concepciones del destino humano se declara precisada de ser completada por la presencia física, por la resurrección de los cuerpos. Ni la presencia de Dios ni de los demás la hace irrelevante o innecesaria. No es preciso creer que dicha resurrección sea posible para entender la lógica que contiene: no somos lo que somos sin nuestro cuerpo.

Fue Hobbes el que dijo que la aversión a lo que nos puede hacer daño se llama miedo, y que el coraje es intentar evitar el daño haciéndole frente. La realidad se nos ha convertido un asunto de coraje, y nos va a hacer falta para evitar el daño haciéndole frente y no huyendo por un miedo que, por otra parte, es razonable y justifica las cautelas. El coraje de estar en la realidad, es decir, junto a otros sin dañarlos, pero sin ausentarnos. La moderación corajuda para transitar entre dos negacionismos: el de quienes declaran que el virus no merece nuestra prudencia, y el de quienes están dispuestos a ausentarse del todo en una vida empobrecida, menos real.

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