Nacimos los cuatro hermanos en cuatro años y cuatro días en una época en que por no haber no había ni lavadora. La ropa se lavaba a mano y a nosotros en un barreño: del menor al mayor y después se echaría un poco más de jabón Lagarto y la ropa a remojo, por aquello de optimizar recursos. ¡Cuatro hijos en cuatro años! Y sin embargo, lo curioso del asunto es que aun así —¿cuántas posibilidades había?—, todos salieron guapos. Bueno, todos menos yo, quiero decir. O eso quería decir —y vaya que decía— nuestra madre, que fue la encargada de enseñarnos lo que era el mundo: lo que está bien y lo que está mal; lo que es bonito y lo que es feo. El mayor con su boquita exacta y aquel pelo negro igual al suyo. El mediano con la piel tan fina y esos tirabuzones rubios y la broma cansina del vecino sueco que tuvimos alguna vez. Pero también tuvo aquel pelo el primer hijo de mi abuela que murió a los pocos años y ya entonces te decían que Dios nos lo había vuelto a mandar. Y el pequeño, con aquellos ojazos, anda que no era guapo. Y luego estaba yo: la más fea de la casa. ¿A quién habría salido, tan fea, con lo guapa que era ella? Y te mostraba orgullosa alguna foto suya de niña con un lazo blanco en su pelo ondulado. O de jovencita, con el pelo ya cardado y aquellos vestidos de cintura de avispa que le daban aspecto de reloj de arena. «Mira aquí, ¿ves? Decían que me parecía a Sophia Loren». ¿Qué sucedió en aquella generación que todas se parecían a Sophia Loren, a Elizabeth Taylor o a Ava Gardner? Y qué huérfanos nos quedábamos los que habíamos nacido, casi por generación espontánea, sin ser réplicas de nadie, sin nadie que quisiera ser el espejo donde nos pudiéramos mirar.