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Juan José Millas

El que me piensa

En la mesa del restaurante más cercana a la mía, dos clientes un poco borrachos discutían acerca de qué fruto estaba mejor diseñado, si la cereza o la nuez. Bajaron la voz al notar que los escuchaba, pero ya habían dejado caer en mi cabeza la idea del diseño, de la que me apropié o por la que fui apropiado. La nuez, pensé (o fui pensado) carece de hueso, a menos que tomemos por hueso su cáscara. Tal estructura ósea protege la semilla. En la cereza, en cambio, el hueso permanece enterrado en una bola de carne muy jugosa, que es lo que nos comemos. Me vino entonces a la memoria la diferencia entre el endoesqueleto y el exoesqueleto. La di vueltas al “dentro” y al “afuera”, todo ello mientras me comía una cazuela de hígado encebollado. A mí, el hígado encebollado no me gusta. Lo pedí porque a mi padre, que en paz descanse, le volvía loco. Lo elegí, en fin, para él, para que pasara un buen rato la parte de mi padre que vive en mí.

Eso me hizo pensar en las cosas que, sin darnos cuenta, hacemos por los otros. Una vez, estando de viaje fuera de casa, me compré en el aeropuerto un paquete de chucherías y me las comí todas, aunque las detesto y me caen mal, por mis hijos: para que las disfrutara la parte de ellos, que viven en mí. El cuerpo de cada uno está lleno de fantasmas. Lo habitan los ancestros y los contemporáneos y los homínidos que caminaban a cuatro patas por las ramas de los árboles. En ocasiones, mi perro y yo nos quedamos mirándonos y durante unos instantes, creo, evocamos los dos la época en la que él era un lobo y quizá yo un neandertal. Vivíamos juntos porque ya nos habíamos domesticado mutuamente. Generalmente, soy yo el que acaba apartando la mirada del animal porque siento el vértigo de mi propia historia biológica, que ha discurrido de forma paralela a la suya a través de los siglos.

Los clientes de la mesa de al lado piden fruta de postre. Uno de ellos me recuerda a un compañero del colegio. El colegio: otro asunto que acaba de colarse en mi cabeza como el agua por una rendija del tejado. Y de este modo llego al café y pago y salgo a la calle y decido pasear un poco para ver si, en un descuido, logro descubrir a aquel por el que soy pensado.

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