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José María de Loma

Lujuria en un balcón

Veo señoras que estrenan cardados y aspirantes a Notarías bebiendo la mantequilla que chorrea de las tostadas. El día tiene un aire festivo y los adjetivos se desparraman por el cielo. Van esquivando a las audaces gaviotas que se engolfan tierra adentro para desayunar gorriones. El objetivo es andar 56 minutos a buen ritmo y sin auriculares por donde pudieran colarse incendios, noticias redundantes, notas de prensa intoxicantes o anuncios de alarmas, miedos y vejez. Nubes no hay. Papeles en el suelo. El viento arrastra una hoja de periódico. Es una hoja de Deportes y entreveo en ella las declaraciones de un añorado balompedista que dice «No me iré nunca». Pero el caso es que se va. Se lo está llevando el viento. Tal vez a una ciudad con más afición a encalomar una esfera de cuero en una portería. Antaño los porteros llevaban gorras, lo cual podría ser el título de un libro nostálgico, de esos con prosa como de añorar la EGB que tanto gustan. A los que hicieron la EGB. Comienzo a sudar a los 21 minutos. Nótese el amor al dato. A la excelencia periodística. A la exactitud y el rigor. No sudo a los veinte o veintipocos minutos. No. a los 21. Con número. Me gusta cuando callo porque estoy como ausente. No sudo mucho, pero es la señal que hace mi cuerpo de que estoy perdiendo alguna caloría. Pierdo también la perspectiva del horizonte cuando voy a dar a la mar, a la playa, que es donde acaban tantas desilusiones. Barquitos a lo lejos. Faenan el ocio. Pescan asueto. Pierdo la perspectiva a causa de las nubes, que no acierto a clasificar como cúmulos, cirros o estratos, tal vez trozos de algodón dejado caer por algún dios goloso y cansado. Observo a una chica que va a meterse en el mar. Cuando le ha robado la primera espuma a una ola que quizás también vio África, la pierdo de vista. A la chica, no a la ola. No hay más remedio que proseguir y sudar, observar y añorar, escrutar y almacenar. Pitidos en el móvil. El soniquete de ‘La vida es bella’ anuncia la llamada de un notable poeta. Tal vez quiera unirse a la caminata y traiga églogas para el redesayuno. Me acuerdo de la primera escena de esa película, ‘La vida es bella’. La evocada jarana en lujoso ático con vistas al Coliseo contrasta con esta quietud mañanera y provinciana, semiconfinada y melancólica, andarina y sudorosa. Se me caen los minutos por los bolsillos. Las piernas protestan sin mucha convicción y le doy un volantazo al ánimo para encaminarme hacia el centro. Veo lujuria en un balcón y una anciana roba rayos del sol saludando a los viandantes. Buenos días.

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