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Ánxel Vence

Brujas no tan malas

Brujas

Una asociación de brujas se manifestó no hace mucho por las calles de París, ataviadas todas ellas con los trastos de su profesión: sombrero puntiagudo, ropones negros y hasta escobas. No hacían sortilegios y tan solo querían meter al presidente francés en su perol de pócimas, bajo el lema “Macrón al caldero”.

En realidad, se manifestaban en defensa del medio ambiente, la igualdad de sexos y otras causas dignas de elogio. Gente de buenos propósitos, en definitiva.

Perseguidas durante los tiempos oscuros de la Edad Media, las brujas inspiran ahora a una parte -siquiera sea reducida- del feminismo posmoderno. Aun a riesgo de dar pie a chistes misóginos, las neobrujas reivindican a sus antepasadas, que en realidad eran simples sanadoras que dominaban las propiedades farmacológicas de las plantas. Más o menos como las meigas expertas en fitoterapia que tanto abundaban hasta no hace demasiado tiempo en la Galicia rural. Un territorio en el que, sobra decirlo, estas magias gozan de excelente reputación.

Brujas y orgullosas de serlo, las francesas de Witch Bloc se definen como feministas radicales y airadas. No es un movimiento original, por supuesto. Proviene, como casi todo, de los Estados Unidos, país famoso por su afición a la caza de brujas.

Fue en Nueva York donde se fundó, a finales de los sesenta, el movimiento Witch (bruja, en inglés), que viene a ser el acrónimo de “Conspiración terrorista internacional de mujeres del infierno”. El nombre inquietaría un poco de no ser por su carácter puramente irónico y del toque de fiesta-jolgorio que las militantes de la moderna brujería dan a sus aquelarres. El último de ellos, en Portland (Oregón), fue para conjurar, por cierto, a Donald Trump y sus dislates. Con éxito, por lo que se ve.

Poco tienen que ver las pobres brujas de antaño con las feministas de hoy, salvo por el hecho de que unas y otras hayan sufrido la persecución, a veces inmisericorde, de los inquisidores de no importa qué época.

En realidad, las brujas pueden ser buenas o malas según y dónde se las mire. Nótense, sin ir más lejos, las connotaciones claramente positivas de la palabra “embrujo”, que en español viene siendo la fascinación algo misteriosa y oculta que ciertas mujeres con duende suscitan en otras personas.

Por no hablar ya de la antes mentada Galicia, donde no es infrecuente que se organicen congresos de Magia y Brujería para que las -y los- profesionales se mantengan al día en las últimas novedades del sector. A diferencia de las malvadas brujas del resto del mundo, las meigas, como se las llama en gallego, son consideradas por el paisanaje como mujeres de buena intención que aplican sus poderes mágicos al restablecimiento de la salud.

Los políticos suelen requerir también el concurso de brujas para que les socorran en las altas tareas de Gobierno; aunque en su caso, suelen ser brujos, del género masculino. Es famoso el caso de Iván Redondo, que ejerce de Rasputín del primer ministro Pedro Sánchez; pero igualmente el de su predecesor Pedro Arriola, que proporcionaba servicios de mago de la demoscopia a Mariano Rajoy.

No hay razón, pues, para afrentar a las brujas ni mucho menos a las feministas que asumen y vindican su papel frente al poder. Quien les iba a decir a las viejas hechiceras que acabarían siendo un símbolo de la posmodernidad. 

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