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¿Es Cataluña una nación fallida? Para dar una respuesta sería necesario definir de manera precisa lo que es una nación, peropor desgracia, nadie sabe hacerlo. Se tiene, qué duda cabe, una intuición personal de lo que quiere decir tal cosa como sentimiento, pero ese tipo de emoción existía con toda probabilidad antes de que se planteasen los movimientos nacionalistas. Y hay naciones que dicen serlo sin que sus ciudadanos -no sólo todos ellos sino ni siquiera una mayoría notoria- la sientan como tal.

A partir de ahí, las dudas abundan y el ejemplo de Cataluña es tan próximo como útil. Porque las mayores dudas acerca de la capacidad del Gobierno catalán para gestionar los asuntos administrativos y la del Parlamento de Barcelona para dar paso a las leyes que deben regularlos han aparecido precisamente desde que quienes manejan una y otra institución se declaran no ya nacionalistas sino fundadores de una nación soberana. Esa paradoja de lograr convertir en institucional el sentimiento nacionalista a la vez que fallan los mecanismos necesarios para que aparezca una nación digna de tal nombre se ha vuelto inmensa tras la segunda victoria de lo que podríamos llamar el bloque soberanista por oposición al constitucionalista (el defensor de la Constitución española) aunque haya grupos como el de la marca catalana de Podemos que no se sabe muy bien dónde caben. A la imposibilidad de que el partido que ha ganado en términos relativos las elecciones, el PSC, forme Gobierno -igual que sucedió en la legislatura anterior con Ciudadanos- se le añaden las dificultades de Esquerra Republicana de Catalunya, para cerrar los pactos necesarios. Dicho de otro modo, suceda lo que suceda, una cifra muy cercana a la mitad de los catalanes será incapaz de identificarse con su gobierno no ya en términos ideológicos, como sucede en casi cualquier país democrático actual cuando ganan las izquierdas o las derechas, sino en términos institucionales. En semejantes condiciones, hablar de nación lleva sólo al sentimiento personal de cada uno. La maquinaria que conduce hasta el deseo verdadero del soberanismo, que es el del Estado, resulta imposible. Estamos, pues, ante una nación fracasada.

A esa conclusión llevan las últimas algaradas callejeras, con los Mossos -la policía propia- y no la Guardia Civil intentando restaurar el orden público. Abominar de la policía española era sencillo y útil para la causa nacionalista; hacerlo con los Mossos supone el ejemplo mejor de una nación fallida. En especial cuando quienes han hecho las leyes y han elegido los cargos policiales claman contra el resultado obtenido exigiendo, si no la anarquía, no se sabe qué. Ni siquiera se sabe si lo que se quiere podría llegar a suponer la herramienta fundamental de cualquier Estado desde que Hobbes nos dejó claro que es así: el monopolio de la violencia.

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