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Mercè Marrero.

La nueva manada

Los detenidos por las vejaciones en Manacor.

Puede que tuviera una infancia y preadolescencia felices. Que, en el colegio, y hasta una determinada edad, las cosas fueran fáciles. Que hiciera amigos y se relacionase bien con ellos. Que aprobara la mayoría de asignaturas y que fuera superando los cursos. Es posible que, en algún momento de la adolescencia, el equipo de orientación del colegio se cuestionara si esa persona requería de alguna adaptación extra. O quizás fue la misma familia quien pidió una orientación para encauzar sus inquietudes. Puede que hubiese empezado a faltar al colegio de forma injustificada o que le costara mantener la concentración. Todo son conjeturas. Lo que sí sucedió un día, tras múltiples valoraciones, es que le dieron un certificado de discapacidad. Este papel oficial garantiza que profesionales y entidades especializadas podrán prestar los apoyos necesarios y la persona tendrá la oportunidad de disfrutar de su propia vida. Una sociedad que acoge y que permite que todos, independientemente de nuestras características, tengamos un lugar de pleno de derecho es una sociedad mejor y más avanzada. Es el lugar en el que yo quiero vivir.

Todos queremos gustar y quien diga lo contrario, miente. Jóvenes y mayores, con o sin discapacidad, queremos que nuestra familia nos valore, que nuestros amigos deseen estar con nosotros o que nuestros compañeros y jefes nos reconozcan. Gran parte de las cosas que hacemos a lo largo del día, con mayor o menor habilidad, van encaminadas a ello. Subimos un post en una red social y mostramos nuestra mejor versión, lanzamos una mini encuesta en Twitter, escribimos un artículo, nos pintamos los labios o conducimos un deportivo. Es probable que la persona con necesidad de apoyo que hace unos días lanzó un reto por redes sociales deseara sentirse importante. Tú y yo también lo deseamos. La diferencia es que él no supo identificar que se topaba con una manada de presuntos bestias y se convirtió en el protagonista de una película de terror. 

Escribo esto y hay siete hombres y mujeres con una orden de alejamiento. Siete seres adultos que aceptaron lo que una persona vulnerable les proponía: cambiar su aspecto. Una pandilla de presuntos torturadores que, sin ética y con mucho sadismo, vejaron, lesionaron, humillaron y destrozaron la vida de una persona. Una manada que dio rienda suelta a la maldad contra alguien con una necesidad de apoyo reconocida. Y yo no puedo dejar de preguntarme por qué no hubo una grieta por la que entró algo de empatía. Por qué nadie miró a los ojos de quien sufría. Por qué no aparecieron la bondad o el sentido común. Por qué no hubo una sola persona que se avergonzara de estar aniquilando la dignidad de otro ser humano, por mucho que éste hubiera solicitado el juego.  

Hay una tendencia generalizada a focalizar en la discapacidad de la víctima. Igual que cuando una mujer es agredida y algunos, a estas alturas, aún ponen el foco sobre ella. El centro de todo esto son los siete hombres y mujeres. Ellos son nuestra vergüenza y la muestra de nuestro fracaso como sociedad. Es responsabilidad de cada uno plantearnos cómo respetamos y promovemos la diversidad. Cómo protegemos la dignidad de las personas, qué hacemos para contribuir a un mundo en el que todos tengamos nuestro lugar y en el que seamos aceptados, sin fisuras, cómo somos. 

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