Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Mercedes Gallego

Opinión

Mercedes Gallego

El año que sobrevivimos peligrosamente

El año que sobrevivimos peligrosamente

Hay una regla de oro en el periodismo que dice que los periodistas nunca debemos ser los protagonistas de la noticia. Es decir, que salvo por causa de fuerza mayor, en el supuesto de que seamos sujetos de un suceso, víctimas de un delito o merecedores de un reconocimiento, por citar solo unos cuantos acontecimientos en los que nos podríamos ver inmersos (en los dos primeros con más probabilidad que en el último, no nos engañemos), nuestra función es la de describir hechos, recabar datos, hacerlos compresibles y contarlos con la máxima honestidad. Pero siempre desde fuera de escena. Con perspectiva.

Así que aviso. A lo que a continuación se enfrentan es a un ejercicio de no-periodismo, que no de anti-periodismo. Porque un relato sí que voy a ofrecerles. Lo llevo en mi ADN. Pero en esta ocasión lo haré desde dentro de la misma realidad que hace un año me engulló sin preguntar, sin que la barruntara ni por asomo y sin que me dejara otra salida que asumirla para, una vez digerida, lograr sobreponerme a ella. En ello ando desde entonces.

No soy original. No les voy a desvelar nada nuevo. Lo sé. A lo largo de estos doce meses olvidables han sido muchos los que han pasado por lo mismo. Entre 73.000 y 100.000 personas en España, según unas fuentes u otras, y más de 2,6 millones en el resto de mundo han perdido la vida a consecuencia de un virus que nos pilló a todos con el paso cambiado, y que nos situó frente al espejo de nuestra vulnerabilidad cuando más imbatibles nos creíamos.

Pero comprenderán que por encima de esas macro cifras me importen más mis pequeños números: mi padre fallecido y mi madre, una de mis hermanas y yo misma contagiadas durante la primera ola. Y unos cuantos buenos amigos a los que la segunda se ha llevado para siempre. Demasiado desgarro para asumirlo en tan poco tiempo. El mío y el de tanta gente...

Quiero decirles con esto que, una vez sumergida en esa realidad de la que, como periodista, las normas dicen que debería salirme para contársela de la forma más aséptica posible, ni quiero, ni puedo, ni voy a hacerlo.

Porque sé que son miles las familias (más de 2.600 solo en la provincia de Alicante) a las que esta pandemia ha removido sus cimientos y ha cambiado su panorama para siempre. Sin vuelta de hoja. Como lo ha hecho con la mía cuando hace justo un año, recién estrenado el estado de alarma, mi padre comenzó a sentirse mal sin que nosotros, ni en ese momento su médica de cabecera, intuyéramos que se trataba de ese maldito virus cuyo origen, por mucho que en su DNI figure un lugar de nacimiento, a mí se me sigue antojando incierto.

Muchas familias, les decía, a las que, como a la mía en aquella fría primavera del año pasado, no les quedó otra que improvisar cuidados ante una situación tan desconocida y con una sanidad pública tan desbordada que nos llevó a suplir con amor lo que la medicina no podía aportar. Otra salida no había.

Pero el amor puede sanar el alma, no así el cuerpo. Y el de mi padre se lo llevaron dos señores enfundados en monos blancos después de una semana de agonía en casa y un diagnóstico de «posible covid» en su partida de defunción. Era la noche del 31 de marzo y todo ocurrió rápido y en medio de un silencio que acuchillaba los oídos. De aquellos momentos recuerdo el olor a lejía y una lluvia que, llevando mi padre la agricultura en su corazón como la llevaba, segura estoy de que logró traspasar la doble capa de madera del ataúd para que pudiera sentirla sobre su rostro ya sin expresión. Mejor despedida no se me ocurre.

Lo que vino después no soy capaz de relatarlo con precisión porque ni yo misma lo recuerdo con claridad. De repente, su sillón vacío y la desazón de saber que ya nunca volvería a verle sentado allí. El empeoramiento de mi madre. La fiebre de mi hermana. Un dolor muscular que pugnaba con la tristeza por ver cuál podía hacerme más daño... Y la incertidumbre y el miedo... mucha incertidumbre por lo que pudiera estar por venir y mucho miedo a que la tragedia no hubiera acabado ahí.

Pero, contra todos mis malos presagios y como canta Sabina en su Donde habita el olvido, la vida siguió como siguen la cosas que no tienen mucho sentido. Solo que en esta ocasión, y sin que sirva de precedente, tengo que enmendarle la plana al maestro. Claro que tiene sentido. Tanto como para que, pese a todo, merezca la pena volver a encararla sin miedo. Palabra de periodista.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats