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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

La dictadura de la libertad

Ayuso no tiene ninguna duda de que habrá elecciones el 4 de mayo en la Comunidad de Madrid pese al recurso de la Mesa

Por más vueltas que le doy, lo acontecido esta semana en la Comunidad de Madrid me parece un auténtico desastre. Aunque a determinada prensa le encanten los súbitos vaivenes para poder asociar “terremoto” con “política” en sus titulares. Y pese a que algunos amigos de izquierdas se lanzarán a calcular la posibilidad de seguir con el dominó de las mociones de censura. Es una muestra más del tacticismo y de la incapacidad de muchos dirigentes y analistas de evaluar las consecuencias diferidas de brillantes acontecimientos, que sin ese color de lo espectacular devienen frágiles muestras de frivolidad.

Lo que se llamó “vieja política” se derrumbó porque no pudo atender las necesidades sociales causada por la recesión de 2008 y porque el bipartidismo era caldo de cultivo de corrupciones y composturas odiosas. Pero la “nueva política” ha traído otros males que no quieren ser discutidos por sus protagonistas. Así: la incapacidad para incluir la gobernabilidad en la nómina de valores constitutivos de la democracia. De eso, me temo, se está dando cuenta Vox, el hijo más preclaro de la nueva política. Para algunos, la novedad se ha quedado en: 1) confundir el incremento de la participación con primar el agregado de sensibilidades e identidades a las que halagar; 2) el repliegue de los partidos, que dedican más tiempo que nunca a sus procesos de selección y trapicheos en la toma de acuerdos, sin aumentar la transparencia; 3) sustituir la creación de relatos políticos sólidos y rigurosos por ocurrencias para las redes; y 4) equilibrar la dispersión del poder interno con hiperliderazgos venerables, reduciendo la democracia real a golpe de titulares. La nueva política implicaba sintonizar con sentimientos -se renunció a la razón como motor de cambio- que vagaban invisibles en segmentos de la población maltratados por las transformaciones del mundo que, a la vez, les postergaban económicamente y humanamente les humillaban.

Lo representó muy bien Podemos. Pero el narcisismo de sus jefes, el abuso del asamblearismo para ocultar un dirigismo salvaje y una angustia exhibicionista por salir en las pantallas, acabó por empantanarlo en un desierto de ideas, aunque habite en la sala del Consejo de Ministros donde, a veces, es capaz de espabilar al PSOE, tendencialmente asustadizo. El heredero de esa dinámica es Vox. No digo que haya una transferencia directa y masiva de votos, digo que el maremágnum en que se ha convertido la política española, el barullo de sensaciones y mensajes deshilachados posibilita que, para muchos, el partido de ultraderecha sea una especie de “última esperanza blanca” frente a las trampas y mentiras de los demás partidos. Se aprovecha, en cualquier caso, del discurso tremendista de la nueva política, que confundió ir de acampada justa y reivindicativa con cambiar el mundo.

Donde unos alzaron la bandera voluntarista del “sí se puede” y la fantasmagórica categoría de la lucha de castas, otros, más hábilmente, elevan la identidad nacional y el espectro de la libertad. Es en ese marco general en el que hay que analizar los esperpentos de la derecha y la emergencia de líderes con el egoísmo de Casado, Ayuso o la mitad de los colocados por Ciudadanos. Igual que las fuerzas de izquierda se desangraron en unos años decisivos luchando por la hegemonía en su bloque, ahora las fuerzas de derecha, inevitablemente, pugnan por ser líderes del suyo. En la derecha todos acaban por aceptar que deben compartir la música de Vox. Y Vox, que quizá no estaba ahí, ha aprendido que sus sueños de grandeza se construyen más cómodamente robando la palabra libertad, tan elástica como inobjetable, de los labios del PP y de esos amateurs de Cs.

Por eso ahora los líderes de Cs lloran -¿qué fue de su juguete, que ellos llamaban centrismo y todos los demás oportunismo?- y Casado o Ayuso parecen muñecos de ventrílocuos bajo la espesa sombra de Abascal. Quizá Ayuso gane: será con el programa real de la ultraderecha. Un escalofrío me atravesó cuando le escuché decir eso de “socialismo o libertad” que condena al adversario a ser un enemigo que sólo merece ser arrasado, con lo que trastoca las reglas básicas de cualquier filosofía democrática. Y liberal. Este liberalismo no es tolerante. Este liberalismo precisa de más pobres y más humillados para reproducirse. Este liberalismo necesita de la cobardía de los que se dijeron liberales en el pasado y ahora callan. Casado mismo está ahí, para un día explicar a Vox con expresión liberal que hasta aquí hemos llegado. Y para decir a Vox, el resto de jornadas, que sí señor, que lo que usted quiera, antes que perder un milímetro más de poder. Que alguien le regale a este señor, rico en masters, las biografías de Kaas e Hindenburg.

Con Ayuso ya se anda buena parte del camino: la libertad como atributo de clase. Libertad para ricos, para nacionalistas madrileños convencidos de que levantar la puerta de sus negocios les convierte en los patriotas superiores de la España en la que nunca deba ponerse el sol, que las noches son para poder darle al covid entre bocatas de calamares y churritos. Libertad para los abanderados del barrio de Salamanca que sabrán ponerla en fondos de inversión. Libertad para muchos que ya han visto negados sus derechos y a los que las izquierdas no saben qué decirles mientras disputan, hacen programas naif diluyendo la sociedad civil en categorías de agraviados, redefinen cotidianamente el lenguaje correcto o gobiernan con un ojo puesto en el futuro sólo a efectos de a ver cuándo regresan las recetas neoliberales, no sea que les riñan los mercados.

En un bello poema, Paul Eluard describe los lugares y momentos en que escribirá el nombre “libertad”, y, entre ellos:

“En la salud reencontrada

en el riesgo desaparecido

en la esperanza sin recuerdo”.

No es en ellos donde Ayuso, Vox y PP quieren escribirlo. No. Lo quieren trazar en alguna forma creciente, líquida, de dictadura. Y tampoco parece que la izquierda intuya que sólo podrá defender una libertad que no se divorcie de la igualdad sin atender a lo prioritario, andar unidos en un mismo mapa y hablar en una lengua que sea comprensible por quienes dudan entre ser libres o rendirse, cautivos y desarmados, a la libertad.

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