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Pilar Ruiz Costa

La memoria para qué

Una semana sin móvil. Imaginen a mis amigos preocupados por la ‘desconexión’: “Pero, ¿no tienes otro de recambio?”, “¡Te presto uno!”, “¿De verdad vas a estar sin móvil?”

Logos de redes sociales en un móvil

He pasado una semana sin móvil. Supongo que era ya viejo para ser móvil. Conozco la esperanza de vida de un gato, de un perro, pero ¿de un móvil? Debe rondar el período de garantía y un día más. Una semana sin móvil. Imaginen a mis amigos preocupados por la ‘desconexión’: “Pero, ¿no tienes otro de recambio?”, “¡Te presto uno!”, “¿De verdad vas a estar sin móvil?”. Problemas del primer mundo, qué les voy a contar. Respondía con una mirada de ternura a las suyas de estupor, como quien descubre, no vida en Marte, sino un elevalunas manual o que el baño de una tasca no tiene botón sino una cuerda colgando. Definitivamente, me hago mayor. Soy de la generación que sabe por qué se dice tirar de la cadena. En años de móvil andaría ya en algún vertedero electrónico en Ghana, rodeada de plomo, cadmio y bromo. Oro y cobre no ¡faltaría más! Que hay quienes arriesgan la salud por 3 dólares diarios.

Con el móvil se fueron un par de decenas de fotos buenas y muchos cientos de a la mierda. A eso dedicaba alguna parte de los vuelos, en realidad -¿recuerdan cuando volábamos?-: a limpiar sin piedad archivos adjuntos del WhatsApp. Qué hartazgo de memes repetidos, si te indigna comparte, no quieren que se sepa y cómo alguien en algún lugar cura el cáncer chupando papaya. Pero entre todos, esa morralla de metales pesados, de repente sucedía: aquella foto de mi hijo haciendo el bobo -¡Por Dios, qué guapo! ¡Pero qué guapo!- O de alguna comida, o de aquel viaje —¿recuerdan cuando viajábamos?—. Y ya me invadía esa conocida sensación de cómo se puede ser tan feliz. Sin embargo, déjenme explicarles que no le tengo ningún apego a esas fotografías, qué va. ¡A lo que estoy más que enganchada es al recuerdo al que me transportan! Por eso, mientras me quede memoria, da un poco igual que el móvil haya perecido llevándose consigo toneladas de desechos de archivos y unos pocos diamantes que pasarían totalmente desapercibidos para el ojo ajeno.

Antes no era así. Ni el mundo, ni yo tampoco. En los tiempos en que tirar de la cadena era tirar de la cadena, en el bolso, en lugar de un móvil, llevaba la cartera llena de no te olvides y recuerdos; de esas fotos de carnet de todos mis hijos en todos sus cursos que, al esparcirlas sobre la mesa, me confirmaban que vaya que son los mismos. Ahí estaba la prueba que la evolución a quienes son ahora, era la única posible. Quizá por eso podemos mirar atrás pero no hacia adelante: para recordarnos que somos de dónde venimos y que seremos aquellos adonde vayamos. No hay otra.

Una vez un tipo me intentó violar. Perdonen que lo suelte así, de sopetón, en este contexto, pero escucharán por ahí que las mujeres tenemos las mismas oportunidades y créanme que de algunas cosas más y de otras menos. Mi pecado fue el de tantas: volver a casa sola. ¡Zas! Un desgraciado me agarró del cuello armado con un cuchillo. ¡Y peleé! ¡Vaya que peleé! Que también, perfectamente, podría haberme rendido… Andaba ya con la ropa y las carnes hechas jirones, un derrame en la cabeza y un esguince, solo que aún no lo sabía porque el miedo tiene esas cosas que te paraliza o te da superpoderes pasajeros -pero por lo que más quieran, si pueden, no lo averigüen, ¡huyan!-. Y supongo que aún habrá que agradecerle que el cuchillo resultó para intimidar. Que quisiera violarme, pero viva. La cosa quedó en tablas cuando tras estrellarme contra el asfalto me dejó medio inconsciente y él se derrumbó exhausto a mi lado. Entonces agarró mi bolso dejando claro cuál era el precio de dejar que escapara reptando por la carretera. El dinero, las tarjetas, la documentación… les juro que me dieron lo mismo. En el contexto, apenas tiempo, burocracia y más dinero, pero, ¿aquellas fotos de unos niños despelucados, con pecas y los dientes brotando a trompicones? ¡Eran muy mías! Diamantes invisibles para el ojo ajeno, pero que a mí me transportaban en los momentos flojos a recordarme la suerte que tengo.

Ahí aprendí, como tantas, a volver a casa con las llaves bien apretadas entre los dedos, pero también a no aferrarme a papel alguno y a cribar de cada historia qué es lo verdaderamente importante; qué resultó al final solo contexto y qué me llevo.

Cumplimos un año de pandemia ya -vaya desastre- y andamos todos rememorando más o menos. Yo, en paralelo, celebro otra cosa mucho más pequeña. De esos diamantes que solo yo veo y es que se cumplen 700 días, 100 artículos desde que empezara a asomarme a esta ventana de un periódico. Así que, enviando ante todo mi abrazo a quienes el año se les llenó de plomo, cadmio y bromo, a este cuerpo maltrecho los que vinieron para quedarse son los recuerdos de dónde andaba escribiendo esto o aquello. De lo reído y también llorado lápiz en mano, que los superpoderes los guardo para las ocasiones especiales y en el día a día soy como escribo: vulnerable ¡Pero también muy ambiciosa! Y tengo una fe inmortal en que las palabras, como la memoria, bien usadas… pueden cambiar el mundo.

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