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Juan Gaitán

La misma mañana

La primavera entra este sábado, dicen que exactamente a las diez y treinta y siete minutos

Charles Perrault, protagonista de doodle.

Recordaba yo estos días aquello que dicen los pescadores de mi orilla, que “nadie se muere la víspera”. Me lo decía a menudo mi añorado maestro Manuel Alcántara, con quien hoy daría muchas cosas por sentarme un rato, conversarnos una botella y que me explicara si es posible, en cambio, nacer la víspera. Porque aunque la primavera entra este sábado, dicen que exactamente a las diez y treinta y siete minutos, esta madrugada que proso estos renglones he tenido la sensación de encontrármela ahí, tras la ventana, anticipada. La caricia templada del levante había cambiado la dirección de las veletas. Algo traía el viento en las manos, algo que se deslizó como si viniera vestido de plumas, con esa manera que tienen las cosas que se anuncian en la piel.

Y me ha pasado como cuentan que le pasó a Charles Perrault, a quien la primavera una vez le sorprendió escribiendo, como a mí, y entonces, dicen, posó la pluma sobre el papel, se levantó, fue hasta la ventana, la abrió, respiró profundo y exclamó: “¡huele a hadas!”, y se fue a dar un paseo por el jardín. El resto de la historia afirma que de aquel paseo nacieron los deliciosos cuentos que llenaron de sueños mi infancia.

Pues algo así he creído percibir yo en el aire de esta mañana cuando dejé de teclear y abrí la ventana para ver la primera claridad del sol sobre este Mediterráneo que miro y me mira, y en ese leve haz de luz creí notar ese algo nuevo, quizás ese olor a hadas del que habló Perrault, y he pensado que acaso, porque el tiempo es así, esta mañana mía fuese la misma mañana, exactamente la misma.

Y entonces, yo, que me aprestaba a escribir sobre diputados en desbandada, sobre elecciones a la carrera, sobre la muerte consuetudinaria que no debe olvidarse, de pronto me he dejado llevar por esa luz y esa brisa con olor a hadas, y he pensado que debía escribir de esto, porque a veces uno, por muy de su tiempo que sea, se ve bañado por una luz de ayer, y después de asombrarse de que aún esté aquí, tan nueva y precisa como entonces, anunciando la primavera con el leve aroma que un hada matinal y volandera derrama a su paso, tiene que dejarse llevar y hacer lo que le pide la sangre, esa sangre que me dice que era exactamente esa misma mañana, esa misma luz, la que vio Du Fu, el poeta sagrado, cuando hace dos mil años, en el momento en que escribía “la patria está quebrantada, mas permanecen sus ríos y montañas”, se interrumpió a sí mismo, se levantó, abrió la ventana y dijo “en primavera, las gotas que caen de las hojas de los árboles son la caricia perfecta para la cabeza de un hombre”.

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