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José Manuel Ponte

Sobre San José Cocinero

Imagen de San José en el Belén gigante de Alicante.

Después de Nochebuena y Navidad que, además de su significado religioso, se festejaban como las dos citas gastronómicas más importantes del año, en las cocinas de gran parte del orbe católico se preparaba con especial esmero el menú del almuerzo del día de San José. A dos fechas de la entrada oficial de la primavera, el 19 de marzo estaba alegremente marcado en rojo en el calendario y, al menos en España, las autoridades le habían otorgado el carácter de fiesta nacional, es decir, de jornada no laborable.

Por razones que desconozco (los rituales se aceptan sin hacer preguntas) la conmemoración solía ir acompañada del estreno de un traje de los llamados “de domingo”, y de la reapertura de las heladerías. Que las había de dos clases, la más modesta, de unos carritos empujados a mano por el industrial propietario; y las más elegantes, de las familias valencianas o italianas que podían pagarse una sede fija mientras duraba la invernada, que en el norte del país iba del final de septiembre al final de marzo.

Una eternidad para los que gustábamos de enfriar la lengua con los sabores de nuestra preferencia. Y en esa elección tampoco había mucha variedad porque la oferta solía ir del mantecado al chocolate, o la fresa, y, más raro, al tuttifrutti. Nada que ver con el listado de sabores de todas las clases, incluidos el gin-tonic y la fabada, de que gozamos en la actualidad.

Pero el atractivo principal de la jornada era el almuerzo de mediodía en el que se hacía llegar a la mesa (incluso a la más modesta), un repertorio de exquisiteces no habituales en la manutención diaria. “¡Vaya si os habéis estirado!”, le oí decir a mi abuelo mientras chascaba una cigala. En aquellos años difíciles de la dictadura “estirarse”, en lo que fuere, tenía un mérito extraordinario porque la mayor parte del país andaba encogido.

Después de bien comer, la ingesta de la gente mayor se remataba con un champán francés o con un brandy jerezano de esos que se decía guardado para la ocasión. Además de encender un habano o una faria, según las disponibilidades de la casa. Los más jóvenes despejábamos pronto el campo y nos íbamos al cine. Al regresar, ya de noche, todavía quedaba algún invitado tertuliando mientras hacía la digestión.

Andando el tiempo, con el tránsito de la dictadura a la monarquía parlamentaria, se ha comprobado que el día de San José perdió mucha de la importancia que tenía. En unas autonomías es fiesta y en otras no. Y de aquellos soberbios almuerzos de mi juventud ya no queda ni recuerdo.

Queda, eso sí, la idea de que el padre adoptivo de Jesucristo, según nos lo cuentan los textos sagrados, fue una figura discreta que le enseñó a su hijo el oficio de carpintero antes de que se metiera en política. Ese perfil proletario le sirvió de pretexto al papa Pío XII para presentarlo al mundo del trabajo como San José Obrero en confrontación permanente con el comunismo.

Mejor le hubiera ido como San José Cocinero.

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