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Gerardo Muñoz

La hermana menor de la muerte: el consejero y la envidia

Trinidad había sido apuñalado en una calle del barrio de San Antón y, el 6 de diciembre, Enrique averiguó, gracias al travesti Elizabet, que había sido atacado cuando iba en compañía de Laur

Hotel Babieca |

Cuando el policía jubilado Enrique Baños aceptó el 18 de noviembre de 1970 el encargo que le hizo el empresario Eugenio Blasco de buscar a su padre, desaparecido desde que se fuera en la madrugada del día 2 anterior del hospital en que se hallaba ingresado, pensó que aquel iba a ser un trabajo fácil. Pero se equivocó.

Enrique sabía que Trinidad Blasco, de 83 años de edad, padecía demencia senil y que, en su desvarío mental, estaba obsesionado con la búsqueda de su nieta Eugenia, de 8 años, que había fallecido en un accidente de tráfico unos meses antes, pero que él creía que había sido raptada por las erinias, por orden de la hermana menor de la Muerte.

En la noche del 1 de noviembre Trinidad había sido apuñalado en una calle del barrio de San Antón, y el 6 de diciembre Enrique averiguó, gracias al travesti Elizabet, que había sido atacado cuando iba en compañía de Lauri, una prostituta que, según un oráculo, le ayudaría a encontrar a su nieta. Los agresores, un proxeneta llamado Aquilino y su compinche Rodolfo, fueron atacados a su vez por miembros de una de las bandas más peligrosas de la provincia de Alicante, dirigida por Jefe Simón. Rodolfo murió, Aquilino logró huir y Lauri, según Elizabet, trabajaba desde entonces para Jefe Simón.

Aunque Elizabet desconocía adónde podía haber ido Trinidad cuando se escapó del hospital, Enrique supuso que había ido a buscar a Lauri. Pero, para encontrarla, ¿se atrevería a ir a ver al temido Jefe Simón? En su locura, era muy probable que sí, se contestó Enrique. De manera que trató de confirmar su sospecha, aunque para ello hubo de esperar bastantes días.

Por sus muchos años de servicio en la policía alicantina, Enrique conocía grosso modo la historia de Jefe Simón: un falangista camisa vieja, combatiente de la División Azul, que en la posguerra se había reconvertido en un exitoso contrabandista y posteriormente en el jefe de una organización criminal dedicada a los juegos clandestinos, prostitución y tráfico de drogas prohibidas. Aunque no tenía trato con sus antiguos camaradas de la Falange, algunos de los cuales gobernaban o habían gobernado en la provincia de Alicante, como José Abad Gosálvez, que había sido alcalde de la capital desde el 11 de octubre de 1966 hasta el 8 de septiembre de ese año de 1970, era sabido que gozaba de muy buenos contactos con otros mandatarios políticos, militares y judiciales.

LA HERMANA MENOR DE LA MUERTE: EL CONSEJERO Y LA ENVIDIA

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Ante la imposibilidad de entrevistarse con el propio Jefe Simón, optó Enrique por reunirse con quien había sido uno de sus hombres de máxima confianza hasta hacía poco, el abogado José Cascante. No fue fácil, pero por fin logró convencerle pasadas las Navidades.

El bufete de Cascante trabajaba para empresas y clientes prestigiosos, él era consejero de la Caja de Ahorros del Sureste y gozaba de una gran reputación en la alta sociedad alicantina, pero también desde hacía muchos años se dedicaba secretamente a asesorar a Jefe Simón, con quien le unía una estrecha amistad. Enrique era una de las pocas personas que conocían este secreto, que juró respetar, tras una gloriosa noche de juerga y borrachera que ambos cuñados compartieron unos años atrás; pues daba la coincidencia de que Cascante estaba casado con la hermana menor de la esposa de Enrique.

Cascante no fue nunca el abogado oficial de la banda que dirigía Jefe Simón, ni tampoco el particular de este. Y mucho menos podía serlo ahora, pese a las dificultades que estaba sufriendo el cabecilla delincuente, tras su arresto en víspera de Navidad. Y es que Cascante había sido elegido el martes 1 de diciembre de ese año de 1970 concejal del Ayuntamiento de Alicante por el tercio de entidades económicas, culturales y profesionales. Había obtenido el cargo gracias a recomendaciones políticas, algunas de ellas propiciadas por Jefe Simón, pero ello no fue óbice para que desoyera los requerimientos de ayuda legal que le hizo llegar este desde la prisión. De ninguna manera se expondría a verse involucrado en un proceso judicial que prometía ser tan largo como atractivo para los medios de comunicación.

Cascante admitió enseguida que había conocido a Trinidad Blasco en casa de Jefe Simón, pero a Enrique le costó convencerle para que le hablara de él. Después de mucho suplicar, Cascante aceptó, pero con la condición de que no le preguntase por ninguna posible ilegalidad cometida por Jefe Simón o asuntos que pudieran perjudicarle a él personalmente.

Ambos cuñados se citaron para cenar en el restaurante Babieca, situado en la playa de San Juan, el miércoles 30 de diciembre de 1970. Enrique, de 65 años, rechoncho y vestido con su viejo traje de tergal gris, pajarita negra sobre camisa blanca y zapatos de color indefinido, hubo de esperar durante más de media hora a que llegase su cuñado, de 58 años, que lucía un elegante terno negro bajo una gabardina del mismo color, quien le saludó con ojos escépticos parapetados tras unas gafas de montura de pasta gris.

No fue hasta los postres que Enrique abordó el asunto que le interesaba. Colocó sobre la mesa la grabadora portátil, extrajo de un bolsillo de su chaqueta una libretita y un bolígrafo, y se disponía a pronunciar la primera pregunta, cuando su cuñado volvió a insistirle en los términos del acuerdo que habían alcanzado.

–Sí, sí, no te preocupes, no voy a comprometerte de ninguna manera… Nos ceñiremos al viejo Trinidad Blasco, que es quien me interesa. ¿Cuándo le conociste?

–No recuerdo el día. Creo que fue el diez o el once del mes pasado cuando se presentó en casa de Simón. Quería saber dónde estaba la Redoma…

–¿Qué?

Cascante titubeó y sus cejas se arrugaron mientras miraba al magnetófono.

–¿Está ya grabando?

Enrique negó con la cabeza.

–Está bien… El viejo vino preguntando por una puta, una tal Lauri, que Simón y su gente conocen como la Redoma.

–¿Por qué ese apodo?

–Creo que se lo puso un pied-noir que abrió el año pasado en la Albufereta un club nocturno en el que estuvo trabajando esa chica durante unas semanas. Al parecer, en árabe, redoma significa estrecha de vulva –explicó Cascante sonriendo–. A Simón le hizo gracia el apodo.

–Tengo entendido que se la llevaron los hombres de Jefe Simón en la madrugada del 2 de noviembre, después de que la atacara Aquilino. ¿La pusieron a trabajar en algún burdel?

Cascante encogió los labios antes de responder.

–Supongo.

–¿Y Jefe Simón le dijo al viejo dónde estaba?

Los ojos pequeños y marrones de Cascante sonrieron tras los gruesos cristales de sus gafas.

–Creo que sí, pero desde luego no al principio. El viejo acabó cayéndole bien a Simón. Lo trató bien, como a un huésped. Se le veía cómodo en su compañía. No me pareció que le impidiera marcharse, pero sospecho que le retuvo con la promesa de decirle algún día dónde podría encontrar a la Redoma.

–Pero se fue.

–Sí, por fin le dejó irse. Supongo que entonces cumplió su palabra diciéndole dónde podría encontrarla.

–¿Y eso cuándo fue?

–El día antes de que Simón fuese detenido, junto con la mayor parte de sus hombres.

–Si te parece. Empecemos por el principio –propuso Enrique poniendo en marcha la grabadora.

Habla Cascante

Pocos minutos después de llegar a casa de Simón, el viejo por el que estás interesado sufrió un accidente. Se cayó dentro de la chimenea y se quemó el brazo y parte del muslo izquierdos. Te aseguro que no fue culpa de Simón. Yo estaba allí. Simón hizo que le curasen… No, no le llevaron al hospital ni a la Casa de Socorro. Simón hizo que fuese un médico amigo suyo a su casa, y allí mismo le curó y le dio la medicación precisa para que no se infectaran las heridas y le doliesen lo menos posible. Tardó más de dos semanas en recuperarse. Pero todavía estuvo un mes más en casa de Simón. Este hizo que le comprasen ropa y le tratasen bien, pero no le dejó salir hasta que, supongo, el viejo le prometió que no contaría nada de lo que vio u oyó en aquella casa. A cambio, Simón le diría cómo encontrar a la persona que estaba buscando.

Simón se interesó por el viejo porque, según decía, era el único que veía lo mismo que él veía… ¿Cómo? Sí, sí, ya sé que no se entiende muy bien, pero eso es lo que aseguraba Simón: que el viejo Trinidad veía cosas que hasta entonces solo veía él. Me parece a mí que tenía algo que ver con un esbi…, con un colaborador de Simón que había fallecido unos años atrás, conocido como el Zurdo. En cierta ocasión, Simón le dijo al viejo que siempre había pensado que el perro que vive vale más que el león muerto, una frase que creo está sacada del Eclesiastés, pero que había cambiado de opinión a causa del Zurdo, ya que, según afirmaba, este seguía siéndole más útil muerto que la mayoría de sus hombres vivos.

A Simón le gustaba mucho conversar con el viejo. Tenían largas sobremesas en las que se pasaban las horas hablando. Hubo un momento en que temí que el viejo pudiera quitarme mi puesto de ase…, de amigo, pero pronto comprendí que las charlas de ambos eran más filosóficas que prácticas. Participé en algunas de ellas y he de reconocer que eran muy interesantes y entretenidas.

Me sorprendió ver cómo Simón disfrutaba de aquellas pláticas abriéndose ante el viejo Trinidad con total sinceridad; sobre todo porque a mí me había repetido muchas veces que no le gustaba bucear en su alma por temor a encontrar cosas que podrían perturbarle permanentemente.

Simón se mostraba seguro en sus afirmaciones, sin vacilaciones ni arrepentimientos. Decía: «Hace tiempo que me liberé de la ideología, de las restricciones morales. Actúo con total libertad y sin distinguir entre probos y delincuentes; para mí todos son iguales». Las palabras de Simón me recordaban a mi admirado Gracián, que en su Oráculo manual y arte de prudencia dice: «El que vence no necesita dar explicaciones». Simón estaba acostumbrado a vencer; y sin embargo se explayaba en explicaciones ante un viejo que la mayor parte del tiempo permanecía callado, escuchándole respetuosa y atentamente. Cuando este tomaba por fin la palabra y trataba de contradecirle, Simón se reafirmaba sin remordimientos: «Sé que me odian, pero no me importa porque eso significa que me temen. Además, siempre sé cómo tratar a los demás. No hay perro tan desdichado que no menee la cola cuando le das un hueso».

No obstante, hubo momentos en que vi vacilar a Simón, en los que sus ojos observaban al viejo con franca admiración. Y es que los argumentos de Trinidad lo envolvían y se infiltraban en su conciencia con la suavidad y la blandura del agua, un agua que también es capaz de roer y acabar con lo más duro y resistente. «Mala opinión es la que no se puede cambiar. La mente de los sensatos es flexible», decía con su voz grave y cálida.

Solo una vez vi a Simón alterarse ante el viejo, hasta el extremo de gritar levantándose de un salto de su asiento. Fue una noche en que le habló a Trinidad por primera vez de su peor enemigo. Simón había reconocido que para él eran más útiles algunos enemigos que la mayoría de sus amigos, una frase que reconocí porque yo se la había dicho con anterioridad varias veces, prestada de Gracián. Como también esa otra de que de los amigos ofendidos salen los peores enemigos. Y es que el peor enemigo de Simón es un antiguo amigo suyo, compañero en sus tiempos de falangista… ¿Cómo? No, no te voy a decir quién es, no te diré su nombre. Tan solo te digo que en su juventud le conocían con el apodo de El Rubio. Desde hace años maniobra en la sombra y su poder es mayor incluso que el de Simón. El odio que siente hacia él es inmenso.

Simón se hallaba despotricando contra el Rubio cuando Trinidad le preguntó si no se daba cuenta de que estaba siendo visitado por Ptono, quien había bajado de su lúgubre y mugrienta morada, situada en la parte más oculta del hondón de un valle, inaccesible a los vientos y a los rayos solares, donde devoraba carnes de víbora, alimento de su inquina, para venir a verle apoyada en su bastón, totalmente recubierto de lazos de espinas. Cuando Simón comprendió que el viejo se estaba refiriendo a la Envidia, se enfureció y dejó de hablarle hasta el día siguiente.

Llegó el día en que la fortuna se cansó de llevar a cuestas durante tanto tiempo a Simón. La Policía consiguió como confidente a uno de los hombres que había trabajado para él, un tal Crisóstomo. Este denunció todos los delitos que, según juró, había cometido Simón. También fueron detenidos su esposa y un jovencito que le servía como ayudante, Gabino. Ambos le delataron; ella, a cambio de librarse de la cárcel.

Hace una semana, en la noche del 23, un día antes de su arresto, quizá porque sospechaba lo que estaba a punto de ocurrir, Simón permitió que se fuese Trinidad en compañía de un tipo apodado Gori, que vino a recogerlo.

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