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Joaquín Rábago

¿Permitiremos que el agua se convierta sólo en un producto financiero?

Una finca de cultivo.

La rápida industrialización y su empleo creciente en la agricultura, todo ello unido al cambio climático, hacen del agua un bien cada vez más escaso y por tanto valioso.

Desde China o Australia hasta Egipto, Israel o el continente africano, los ríos llevan cada vez menos agua y los acuíferos están cada vez más sobreexplotados.

Según el Informe de Desarrollo de las Naciones Unidas sobre el agua, de 2018, cerca de 6.000 millones de personas van a vivir hasta mediados de siglo en áreas que sufrirán restricciones de agua frente a 3.600 millones que están ahora en esa situación.

Debido a su creciente carestía, el agua se convierte así para los inversores en un bien puramente económico, una mercancía como lo es, por ejemplo, el petróleo, el gas natural o el oro.

Y, por lo tanto, en un producto financiero que interesa cada vez más tanto a inversores particulares como a fondos de inversión de todo el mundo. En California, por ejemplo, el agua es por su escasez incluso más rentable que el petróleo.

Compran los inversores grandes superficies de terreno no para dedicarlos a la agricultura o a la ganadería, sino para explotar las reservas de agua que puedan contener y venderlas luego en el mercado libre

A tal fin se han creado ya varios índices destinados a inversores y especuladores como el Dow Jones Us Water Index o el S&Poors Global Water Index, que incluye medio centenar de compañías de todo el mundo relacionadas con la gestión del agua.

Entre los pioneros en ese tipo de índices está Lance Coogan, fundador de VelesWater, que empezó con una firma de derivados y se dedicó luego al mercado del carbono para acabar diseñando un índice que establece un precio de referencia para la comercialización del agua.

La privatización de ese recurso básico, ya sea para el consumo humano, ya para el regadío, significa, como vienen denunciando organizaciones ecologistas internacionales como Food and Water Watch, un auténtico escándalo.

Por lo que respecta, por ejemplo, al suministro de agua potable a las ciudades, allí donde se privatizado, han aumentado las tarifas a la vez que ha empeorado muchas veces el servicio, por no hablar de la pérdida de empleos generada en ese proceso.

Con la privatización, los gobiernos municipales pierden el control sobre un recurso público absolutamente vital. Las compañías responden ante sus accionistas, que sólo esperan el mayor beneficio a corto plazo sin que les importe lo demás.

Las empresas pueden priorizar al mismo tiempo a los barrios más ricos en detrimento de aquellos otros donde les resultará muchas veces más difícil cobrar las facturas, algo mucho más difícil para los políticos, que han de responder ante quienes los eligieron.

Sin que pueda olvidarse el hecho de que se establece también en muchos casos una feroz competencia por el mismo recurso entre las ciudades, dotadas de mayor capacidad económica, y los agricultores, sobre todo los más pobres.

Hay que destacar el papel desempeñado por la escritora y activista canadiense Maude Barlow, fundadora del proyecto Blue Planet (Planeta Azul), que lideró con éxito la campaña para que la ONU reconociera el derecho al agua como entre los derechos humanos en una votación en la que por cierto se abstuvieron EEUU, Australia y Gran Bretaña.

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