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Mercè Marrero.

Al pie del cañón

Íñigo Errejón

Todos conocemos a alguien que no escucha. Es esa persona que te llama por teléfono y no para de hablar sin que le importe demasiado lo que nosotros tenemos que contarle. Puedes decirle que el mundo ha sido abducido por marcianos que él, o ella, seguirá a lo suyo. Tienen un discurso único, el que empieza y acaba en el yo. Muchos políticos son así. Hacen declaraciones, hablan, gesticulan, vociferan y no se paran a escuchar lo que nosotros tenemos que decir. Cualquiera que haya hecho un curso o, más fácil todavía, haya consultado un artículo sobre marketing, innovación o emprendimiento habrá leído la expresión de “poner al usuario en el centro”, que, en resumen, significa que solo si colocamos a la persona en el foco de nuestras decisiones, si escuchamos cuáles son sus necesidades, podremos aportarle soluciones valiosas. Esta evidencia brilla por su ausencia en gran parte de la gestión pública. 

El Ayuntamiento de Palma ha instalado un contador de árboles en medio de la jungla de coches y paraíso del asfalto que son las Avenidas. Vale, pero sería más interesante que, además de contarlos, los plantasen. O que fueran férreos a la hora de castigar la destrucción especulativa de las zonas verdes. Si escuchasen nuestras necesidades, sabrían que los parques y calles repletas de árboles ofrecen mayor bienestar, porque invitan a caminar y a vivir la ciudad y no solo a transitar por ella. Queremos que se mantengan y, a ser posible, se incrementen los bosques urbanos y las zonas protegidas. Eso sería tomar una decisión pensando en la calidad de vida de los ciudadanos, de los actuales y de los futuros. Lo otro equivale a hablar por hablar. 

Íñigo Errejón situó la salud mental en el centro del debate del Congreso y enumeró la medicación y algunos de los trastornos que sufrimos muchos españoles. No sé si le votaría, pero sí tengo claro que con esa intervención y con la demanda de facilitar el acceso a la terapia psicológica en la Sanidad Pública, Errejón ha hablado en mi nombre. En el mío y en el de muchas personas que conozco. El grito de “¡Vete al médico!” del diputado Carmelo Romero es uno de tantos ejemplos de políticos que no saben en qué consiste su trabajo. 

Cuando nuestros representantes biempensantes anuncian a bombo y platillo que van a construir plazas residenciales, me pregunto si se han planteado lo que de verdad quieren los mayores, que, normalmente, es estar en su casa y, a ser posible, hasta el final de sus días. Tampoco creo que tengan realmente en cuenta lo que las madres necesitamos cuando hablan de conciliar. Si nos escucharan, sabrían que regular la flexibilización de la jornada laboral o las ayudas para el ocio de nuestros hijos serían buenos comienzos. O, si atendiesen a los jóvenes, entenderían que abandonan la escuela porque hace tiempo que ésta dejó de dar respuesta a las múltiples realidades y perfiles juveniles. 

Invitaría a nuestros políticos a que saliesen a la calle, se sentasen en un banco y observasen. Que toquen la realidad y que estén al pie del cañón escuchando y atendiendo a los de a pie. Se darán cuenta de que, entre lo que ellos debaten y lo que nosotros necesitamos, demasiadas veces hay un abismo.

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