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Ernesto Macías Galán

Un nuevo día de la Madre Tierra: Un año más y uno menos

No sé por qué se ha venido cambiando el nombre a este día -que coincide con el último sábado de marzo de cada año-, a lo mejor es para ahorrar, como hacemos al escribir mensajes con los móviles. Ahora le suelen denominar la Hora del planeta, que a mí me parece más impersonal y, desde luego, menos emocional. Me gusta más el original: El Día de la Madre Tierra.

En todo el territorio andino, incas, quechuas, aimaras, mapuches y otras civilizaciones, desde tiempos inmemoriales, veneraba a la Pacha Mama, la diosa a la que se identificaba con el espíritu de la Tierra que, además, siendo femenino, nos da, entre muchas otras cosas, la fertilidad de los campos de labor y la salud a nuestros animales. Toda una madre.

No soy una persona religiosa, pero sí entiendo la religión como una expresión de agradecimiento a las cosas buenas que nos pasan y el miedo a los castigos de la naturaleza. Y es muy comprensible que esas culturas, y muchas otras, entendieran desde hace más de 10.000 años, lo mucho que dependemos de la Pacha Mama.

Pero desde la revolución industrial y con el enorme desarrollo tecnológico, unido a un modelo económico y social basado en una sociedad ultra consumista, nos hemos ido desligando de nuestras raíces y perdiendo esa sensibilidad para con nuestra Tierra.

Se empezó a celebrar este día nada menos que en 1970, cuando ya empezaba a haber una seria preocupación por el terrible impacto negativo que estábamos provocando en todos los ecosistemas. Y es curioso porque de niño, pocos años antes, en el colegio me enseñaron que la fuerza de la naturaleza hacía que resurgieran bosques donde se hacían talas o construían carreteras. Tal era la feracidad de las selvas. Pero lo cierto es que lo que todavía eran pequeños eran los recursos destructivos, dígase maquinaria, de los humanos. Todavía no existían buldóceres de 115 toneladas capaces de mover 70 m3 por pasada. Verdaderos caballos de Atila.

Este año de 2021 nos enfrentamos nuevamente a la necesidad de explicar hasta qué punto la situación de nuestro planeta se ha seguido degradando, el calentamiento global haciéndose más visible y destructivo, a pesar de los meses de confinamiento por el COVID-19 y la caída de ciertas actividades altamente contaminantes.

Necesitamos que toda la sociedad reaccione de forma radical ante el enorme riesgo que supone la elevación de la temperatura media de nuestra Madre Tierra. Su fiebre es cada vez más alta y lo que debemos hacer es parar rápidamente las emisiones. Desde ya.

Es cierto que la Unión Europea se ha marcado “ambiciosos” objetivos para 2030 y 2050, dentro del más global Acuerdo de París, firmado en 2016.

Pero todos los científicos del mundo, los que conocen en profundidad el alcance y las consecuencias de este tremendo problema, siguen expresando su creciente preocupación y rogando acciones más contundentes.

Los gases de efecto invernadero, y especialmente el CO2 ha seguido acumulándose en la atmósfera hasta llegar a 418 partes por millón.

Es importante tener estas referencias a la hora de entender el porqué de la necesidad de actuar con rapidez: En 2006 estábamos en 360 ppm, en 1958 por debajo de 320 ppm y en la época preindustrial 280 ppm. La media de los 600.000 años anteriores no llegaba a 200 ppm.

Todos los ciudadanos podemos actuar, y no basta con apagar la luz un rato. Yo, de hecho, no lo pienso hacer porque desde hace 4 años tengo un sistema de autoconsumo fotovoltaico con batería que me permitirá seguir el acontecimiento por la tele sin mala conciencia.

Y hay muchas formas más de reducir e incluso eliminar nuestra huella. Está todo en internet para el que sienta curiosidad.

¡Paremos las emisiones ya! Nos queda un año menos.

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