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Pilar Garcés

Los tacones de Leonor

Quince años y ya con alzas, qué necesidad. Los zapatos de la heredera fueron objeto de comentario en su primer acto oficial en solitario. En su obligada faceta de ‘influencer’ toma el testigo de su madre

Los tacones de Leonor

La Princesa de Asturias ha protagonizado su primer acto oficial en solitario en el Instituto Cervantes y llevaba zapatos de tacón. Este es uno de los titulares que ha suscitado el debut de la heredera al trono en sus obligaciones como tal a la edad de quince años, la misma en la que su padre hizo lo propio. Se ignora qué calzado llevaba Felipe de Borbón en aquél lejano mayo de 1983 en que asistió junto al entonces presidente Felipe González en Colombia a la celebración del 450 aniversario de la fundación de Cartagena de Indias. Imaginamos que unos mocasines normales y corrientes que no fueron noticia ni pasarán a la historia. Los de su sucesora sí, negros y de cuña corta, un par de centímetros, repetidos de una aparición anterior y por suerte no hubo que lamentar ningún tropezón. A la espera de que el Colegio de Podólogos o el de Traumatólogos se pronuncien sobre la pertinencia de que una adolescente en pleno desarrollo se suba en unas alzas, cabe desearle a Leonor que comience su andadura como futura reina de España lo más cómoda posible. Los tacones son una cruz de la que muchas de nosotras nos hemos desecho hace años, una elección poco saludable para pisar fuerte en el mundo y recorrerlo a zancadas. Recordarle que en esta faceta concreta de su personalidad y en este momento de su vida está en su derecho de parecerse más a su padre que a su madre. Puede disfrutar de su individualidad: no compite con nadie en el camino que tiene por delante. No necesita parecer más alta, ni más delgada, ni más mayor, ni más seria, ni más glamurosa. Y para los días que vendrán, en los que su agenda irá ampliándose, que sepa que tiene derecho a sublevarse contra la norma no escrita que dicta que sus tacones han de crecer al ritmo de su cuerpo y de sus responsabilidades. Por el hecho de ser mujer, tal vez no podrá decidir si los titulares hablan de su atuendo o de lo que ha dicho o hecho, pero sí está en su mano elegir cuál es el mensaje que desea ayudar a transmitir. Otras optaron antes que ella.

La esposa del presidente de Estados Unidos, Jill Biden, sin ir más lejos. Acaba de determinar que la Casa Blanca no facilitará ninguna información sobre su atuendo, como era habitual hasta ahora. Profesora universitaria y persona muy comprometida con la educación pública, se ha hartado de visitar un colegio para reivindicar la importancia de la integración en las aulas y que la prensa recoja que llevaba un dos piezas malva y un abrigo de nosequién. Prefiere que los mensajes propios de su oficina no queden solapados y disfrazados por lo que ha sacado del armario esa mañana con intención o sin ella. La decisión no ha sentado bien a la industria de la moda, que ha tenido en las primeras damas unos percheros de lujo para mostrar sus creaciones y comunicar tendencias. Algunos diseñadores han recibido un empujón bárbaro cuando las consortes han aparecido luciendo sus galas. Se entiende su decepción, aunque seguro que las publicaciones especializadas sortean el escollo con facilidad. Sin embargo, el recado que envía Jill Biden al poner el foco en su acción y no en su aspecto es muy potente. Influencers por obligación, las mujeres en la esfera pública están acostumbradas a que se las califique y se las juzgue por su aspecto. Y lo que es peor, que se las interprete y a menudo malinterprete por lo que llevan encima antes que por lo que acaban de expresar por sus propias bocas.  

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