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Manuel Alcaraz

La plaza y el palacio

Manuel Alcaraz

Izquierdas: lenguajes y gestos

El cierre perimetral del municipio de Alicante los fines de semana multiplica las excursiones familiares a las lagunas de Rabasa

El cierre perimetral del municipio de Alicante los fines de semana multiplica las excursiones familiares a las lagunas de Rabasa

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El cierre perimetral del municipio de Alicante los fines de semana multiplica las excursiones familiares a las lagunas de Rabasa Manuel Alcaraz

La pertinencia de someter los relatos políticos a un lenguaje correcto se está convirtiendo en un gran tema de nuestra época. Creo que debemos hacer todos los esfuerzos posibles por usar lenguajes que no humillen ni discriminen, que sean inclusivos. Pero he llegado a la conclusión de que el límite real de eso está en el lugar en que la lengua se vuelve incomprensible y deja de ser inclusiva porque no hay interlocutor al que incluir, ni diálogo que sea posible si éste acaba por versar sobre la naturaleza misma del lenguaje usado: cuando a fuerza de exigir respeto se vuelve materia de chiste. Por supuesto conozco las teorías sobre la fuerza performativa del lenguaje, esto es, de su capacidad de construir realidades además de su potencia para reflejarlas. Pero sucede que no acabo, a veces, de encontrar pruebas sólidas de los resultados obtenidos. Quizá sea pronto y, reitero, en muchas materias merece la pena perseverar. Lo que pasa es que esa supuesta performatividad -que, para empezar, requiere explicar el significado del término a la inmensa mayoría- acaba desviándose, en ocasiones, al establecimiento de sucesivas prohibiciones. Eso, en un sistema democrático, antes o después, acaba por despertar el desconcierto y el contraargumento. Por eso muchas batallas políticas se libran en el terreno del nominalismo: nombrado lo existente de una determinada manera parece bastar para que el mundo cambie, sin advertir las correlaciones de fuerzas y que el nivel de adhesión y atención es limitado, dependiente de muchas variables culturales. Así, he seguido con alguna atención las controversias entre varias posiciones del feminismo acerca de la llamada “Ley Trans”, hasta que he dejado de prestar atención por la sencilla razón de que ya no entiendo los términos empleados.

Estas batallas por los nombres son peligrosas para la izquierda actual porque, inevitablemente, priorizan luchas por identidades. Porque las derechas también tienen identidades que defender en una coyuntura muy favorable para ello. Por otra parte, el deseo de establecer significados por autoridades con capacidad de cerrar debates, aboca a una fragmentación de la realidad que contribuye a romper escenarios de oportunidad que facilitan el avance social, la igualdad y la cohesión. Porque no puede plantearse un esquema prioritario de re-conocimiento mientras se intenta prohibirlo al adversario. Ese afán de suprema claridad lingüístico-política no puede evitar convertirse en una estructura de marcas de distinción: sólo los que gozan de un nivel socio-cultural determinado pueden ser correctos.

Este modelo va más allá para constituirse en expresión de confusión entre gestos y símbolos. Si la izquierda debe intentar fabricar con sus relatos renovados símbolos movilizadores, no puede conformarse con alentar gestos de consumo rápido, olvidados una vez aplaudidos en las redes. Porque el problema de los gestos en esta fase de incertidumbre y angustia es que puede que la intención del emisor no coincida con los códigos de interpretación de la mayoría de receptores. Pondré algún ejemplo de actualidad.

Se está desarrollando una campaña de recogida de residuos en enclaves de valor medioambiental, al parecer promovida por alguna ONG. En principio nada que objetar. El problema aparece cuando se quiere convertir esa acción en un acto de concienciación política. Los participantes quieren mejorar su entorno. Pero el mensaje que muchos escuchan es que si está sucio es por la incapacidad de las instituciones para solucionar el problema: la culpa, al final, es de políticos que no quieren o no saben solucionar la cuestión. Y para los políticos y políticas no hay lenguaje correcto que valga: se les puede insultar a todas horas. Pero es que la participación de instituciones y responsables públicos añade confusión. Los políticos deben hacer normas o arbitrar medidas para solucionar el asunto y no proclamar su impotencia. (En Alicante la recogida fue en las Lagunas de Rabassa… ¿ha habido críticas al propietario del suelo y responsable de su mantenimiento o la culpa es de un “todos” difuso que, de nuevo, conduce a las instituciones representativas?)

Otro asunto que me inquieta es la alusión permanente a “las colas del hambre”. Por supuesto que, además de la enfermedad, nada debe preocuparnos más que organizar la solidaridad con los más desfavorecidos, que ya llegan al puro hambriento. Pero no es preciso ir a ver las colas para saber que existen. O, al menos, ir a verlas con una cierta publicidad. No hay que caer en la beatería para dejar constancia de la bondad. En esto soy evangélico: si el político quiere ayudar “personalmente” que lo haga de manera que su mano derecha no sepa lo que hace su mano izquierda. No añadamos la humillación del espectáculo a la pobreza. No ignoro que la denominación “Colas del hambre” es un destello, un lúgubre aldabonazo. Pero un destello innecesario, apropiado para titular de digitales. Animar la crisis con una expresividad saturada de sentimentalismo dará problemas. Porque, otra vez, el mensaje que ignora la complejidad de lo real será usado por algunos para dejar claro que el hambre la consiente -o provoca- la política democrática, incapaz de buscar soluciones. Mejor hará el político, pues, en reconocer el problema, no intentar aprovecharlo para el provecho partidario e intentar procurar cambios económicos necesarios, dotando de recursos y apoyo a los profesionales y ONGs que acudan a buscar soluciones particulares. Contra lo que cierta prensa prefiere, la ética exige a los políticos que se abstengan de hacer ciertas cosas, renunciando a un hiperactivismo que complica más las cosas. No es que su lugar sea el palacio y no la calle. Pero se puede y se debe estar en la calle de otra manera: los escaparates son muy traicioneros.

Alguien, después de leerme, opinará que empiezo a agitar el fantasma de la ultraderecha para criticar actuaciones y discursos que algunos asocian a las izquierdas. Ojalá fuera una cuestión personal, ojalá fuera esto un mero selfie verbal. El problema no es la renuncia colectiva y orgánica a un pensamiento estratégico que permite a las ideas y valores de ultraderecha ir desbordando los límites de algunas formaciones y las tradiciones de voto en sectores sociales antaño progresistas. Me temo que lo que aún permite algunas alegrías es pensar ingenuamente que todo avance es irreversible. Pero no. Una parte del discurso en alza es la derogación de algunas normas y de ciertas convenciones sociales. Y esta vez pueden ir en serio, porque la derogación misma, la involución, sin necesidad de filigranas semióticas, es el medio y es el mensaje. 

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