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Joaquín Rábago

Mascarillas y responsabilidad ciudadana

Una pareja toma el sol con mascarilla.

Me ha sorprendido, como a tantos compatriotas, la obligatoriedad decretada por el Gobierno de la Nación de llevar la mascarilla en todas las ocasiones.

En alguna ocasión anterior he expresado en estas páginas mi asombro ante el hecho de ver a personas muchas veces de edad avanzada paseando solas por medio del campo con un trapo que les tapa nariz o boca.

O transitando por las calles de algún pueblo de la España olvidada sin prácticamente nadie a la vista pero con la mascarilla puesta como si el aire mismo fuera pestilente.

Los gobiernos de algunas comunidades, sobre todo las isleñas, se han rebelado frente a tal imposición gubernamental con el argumento de que disuadirá al turismo playero, del que tanto dependen.

Yo diría que ocurre que el Gobierno central trata de resolver el problema de un plumazo sin atender a circunstancias concretas porque le resulta mucho más fácil establecer una regla de obligado cumplimiento en todas partes y en todo momento.

Uno no puede evitar, sin embargo, la desagradable impresión que con eso de “la nueva normalidad” se nos trata muchas veces a todos los ciudadanos como irresponsables o menores a los que hay siempre que tutelar.

En Alemania y otros países del norte de Europa es obligatoria la mascarilla únicamente en los transportes públicos, en los comercios y locales cerrados, así como en las calles especialmente concurridas de algunas ciudades.

En ningún caso, sin embargo, se impone su uso en los espacios abiertos, donde cada cual puede mantener sin ningún problema la distancia de seguridad. Y es algo que le parece a uno tener pleno sentido.

Desde que se implantó su obligatoriedad, ha habido debates sobre si el uso prolongado de las mascarillas podría causar problemas de salud relacionados con el aire que inhalamos.

Y aunque la mayoría de los expertos lo descartan, un hecho cierto es que al menos los modelos que más nos protegen dificultan muchas veces la respiración, sobre todo cuando caminamos deprisa o subimos alguna cuesta.

De ahí que las autoridades permitan prescindir de la mascarilla mientras se practica algún deporte, lo que tiene como infeliz consecuencia que nos encontramos con gente que pasa corriendo por la acera a nuestro lado, exhalando aerosoles.

Como vemos también a personas que fuman por la calle, e incluso en las terrazas de muchos bares, echándoles el humo a la cara de quienes se encuentran en ese momento más cerca. ¿Hay congruencia en todo ello?

¿La hay en que mientras se pretende obligarnos a ir enmascarados aun en el campo, tengamos que asistir, semana tras semana, al espectáculo de jóvenes sin mascarilla celebrando, copa en mano, su particular idea de la libertad en pleno centro de Madrid y otras ciudades?

O que veamos cómo se celebran un fin de semana tras otro fiestas ilegales en locales o pisos turísticos – esa plaga de los centros urbanos que tanto encarece los alquileres y enloquece a los vecinos- sin que la policía pueda intervenir muchas veces.

Dicen que se ponen multas a quienes se saltan todas las prohibiciones, pero ¿se cobran realmente? Y ¿no habría que elevar su importe y anunciarlo además por todos los medio para intentar acabar ese fenómeno? ¿Quiénes son los irresponsables?

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