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Antonio Ortuño

Dependiente del dependiente

El pequeño universo que rodea a las familias con un discapacitado, un dependiente bajo su tejado, está todavía por descubrir. No me refiero a la dependencia que de una forma u otra se genera como consecuencia del agotamiento de nuestro cuerpo, por la edad, lo que podríamos llamar la dependencia de la tercera edad. Cuando la persona que necesita de un cuidador o cuidadora es adulta, son los abuelos, es un proceso hasta natural que además tiene tintes de normalidad. Es muy rara la familia en la que tarde o temprano, con mayor o menor duración, no tienen que enfrentarse a esta situación de abuelos-dependientes. Pero cuando la enfermedad, la rareza, la discapacidad golpea a un recién nacido, a un hijo, a una hija, es cuando nos adentramos en lo más profundo y desconocido de la dependencia. Por fortuna son pocas las familias, que saben lo que es cuidar de un dependiente, de una criatura que, con apenas un par de años, después de las pruebas y las valoraciones correspondientes, se le asigna un tanto por ciento junto al calificativo de discapacitado. Suelen ser familias poco ruidosas, ¡vete a saber por qué! Son familias con las que los gobiernos estatales siguen teniendo una o varias asignaturas pendientes.

No es la primera vez que junto a la dependencia hago referencia a María, la amiga del hermano de mi amiga. María forma parte de una de esas familias donde en su seno vive una niña dependiente. Belén, que así se llama la hija de María, a una edad de seis meses de vida, su cerebro se pausó. Su cuerpo esperó la información, las señales para seguir creciendo física y emocionalmente, pero esas señales nunca llegaron. María esta a punto de celebrar el veintiún cumpleaños de su hija y su cerebro sigue desconectado de su cuerpo. Lleva más de dos décadas cuidando y criando a su niña que hoy en día sigue siendo un bebé y que además sufre otras patologías asociadas a su enfermedad. No fue fácil, nadie le dijo que lo fuese. El papeleo, los viajes, las valoraciones a su hija, la espera, los desplantes y también la ayuda de muy buena gente, han hecho posible que Belén tenga reconocida su dependencia, tenga su certificado de discapacidad y que haya estado todo este tiempo bajo el paraguas del sistema educativo. Ahora que su escolarización finaliza, tendrá que volver a empezar. Ella tiene que seguir trabajando, y a un geriátrico no llevará a su niña. Los talleres ocupacionales para Belén, diagnosticada como gran dependiente, son una utopía. María lo tiene claro, hay que volver a empezar, volver a buscar el sitio que le corresponde a su hija en esta sociedad, un lugar digno y apropiado a su edad y necesidades. Pero a diferencia de cuando su criatura tenía medio año, por María también han pasado una veintena de estos. Dos décadas que ella ha dicho en multitud de ocasiones que han sido unos años maravillosos al lado de su hija, su “Angel”, como le gusta llamarla. Pero últimamente me han dicho que alguna vez y luchando por no sentirse “mala madre”, se le ha visto soltar alguna lagrima. María empieza a sentirse cansada, agotada física y psicológicamente. Su hija es dependiente de ella y ella dependiente de su hija y, aunque María no quiera ni siquiera oír hablar de ello, la debilidad física comienza a dar la cara y con ella, la mental.

Encima, me acabo de enterar de que, a María, como un ciudadano “normal” y por sorteo, le ha tocado formar parte de un tribunal de oposiciones de secundaria en la Comunidad Valenciana. Para su preocupación y también para su enfado, dentro de las posibles causas que la liberen de asistir a este deber como ciudadano, no se contemplan las necesidades que tiene su hija, la dependencia de su pequeña que de lleno afecta a toda su familia. María no consigue entender, yo tampoco, el por qué a los adultos sin certificado de discapacidad que cuidan de sus hijos discapacitados con certificado, nuestra sociedad se empeña en englobarlos dentro de la “normalidad”. A estos familiares “cuidadores” se les debería de liberar, o por lo menos darles a elegir, si quieren formar parte de mesas electorales, de tribunales de oposición o de jurados populares. Sus hogares, sus maravillosos hogares son de todo, menos “normales”. No es de justicia pedirles las mismas obligaciones que a las familias que ven cómo sus criaturas, sus hijos e hijas van creciendo poco a poco, al mismo tiempo que van ganando autonomía, cosa que, no podemos engañarnos, muy pocos de los que ahora son dependientes alcanzarán, y otros jamás lo lograrán.

El pasado viernes Santo se celebró el día Mundial de concienciación sobre el Autismo. Eso está bien, muy bien. Es necesario que existan este tipo de días para recordar que estas enfermedades que generan dependencia existen, que estas familias son reales, que sus barreras, miedos e incertidumbres son ciertos. Pero no olvidemos que a los padres de los autistas o de otras criaturas con cualquier otro trastorno, les quedan por delante otros 364 días, con las 24 horas de cada uno de ellos que tienen, quieren y deben convivir con sus hijos dependientes. La inclusión no solo es trabajo de la escuela, la sociedad, los gobiernos también tiene mucho que aprender. Me cuenta una amiga que es intérprete de lengua de signos, que una de sus mejores alumnas y con un currículo que más quisiera más de un oyente, no la dejan presentarse a las oposiciones en Madrid por ser sorda. Bueno, por ser sorda no, la apartaron del sistema de oposición alegando que ella no podía acceder a una plaza de magisterio porque era una persona sorda profunda y además no hablaba bien. Se llama Laura y le niegan algo tan sencillo como la posibilidad de ser un poco más autónoma. Por cierto, espero y deseo que María no se rinda y siga peleando, luchando por la inclusión social y el bienestar de su hija. Cuenta con mi total apoyo.

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