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Xavier Carmaniu Mainadé

Huevos imperiales

Huevos imperiales

Los huevos más preciados de la historia no son ni de gallina ni de chocolate. Son de piedras preciosas. No existirían si no fuera por la Pascua y el gusto por las joyas de los zares de Rusia.

La Semana Santa culmina con la tradición de comerse los huevos. Ahora son de chocolate, pero antes eran simples huevos duros colocados encima de un modesto roscón de brioche. El huevo es un símbolo adoptado por el cristianismo procedente de otras religiones anteriores y que se asimiló a la resurrección de Jesús, del mismo modo que antes antiguas creencias también habían tenido rituales similares coincidiendo con el equinoccio primaveral.

La Pascua es muy celebrada en todo el mundo cristiano, pero sobre todo es una fecha muy señalada por el calendario ruso ortodoxo. Esto ya ocurría durante la época imperial. Fue en ese contexto que, en 1885, lo que debía ser un regalo se convirtió en un hito de las artes decorativas. El zar Alejandro III quiso tener un detalle con su esposa y le encargó al joyero y orfebre Peter Carl Fabergé un huevo de Pascua.

Dicen que a la zarina María Fiodorovna le gustó tanto que, desde entonces su marido lo convirtió en una tradición. Es comprensible que la mujer se entusiasmara con el regalo. Era bonito e ingenioso. De fuera aparentemente parecía un huevo de gallina pero, al abrirlo, la yema era una esfera de oro que, en su interior, ocultaba una gallina con las plumas también de oro y los ojos de rubí. Por orden expresa del zar dentro del animal había una sorpresa final: una pequeña réplica hecha con oro y diamantes de la corona imperial y un colgante de rubí.

A partir de aquella Pascua, cada año los Romanov esperaban el huevo de Fabergé con ilusión porque viendo el éxito del primero, el zar dio total libertad al joyero para que creara lo que quisiera. La única condición era que tenía que esconder una sorpresa en el interior relacionada con la familia. A veces se trataba de pequeñas pinturas sobre esmalte, como el huevo de 1890, con imágenes de los principales palacios de Dinamarca, país de procedencia de la zarina.

Cuando en 1894, Nicolás II sucedió a su padre en el trono, no solo mantuvo la tradición sino que la amplió puesto que decidió encargar dos huevos: uno para su madre y otro para su esposa. Los diseños mantuvieron su espectacularidad. En 1896, por ejemplo, se presentó un huevo transparente con la cáscara hecha con cristal de roca, que dejaba a la vista un conjunto de pequeños cuadritos con vistas de los lugares favoritos de la nueva zarina, Alexandra Fiodorovna. El año siguiente la sorpresa del huevo fue una réplica de un carruaje del siglo XVIII que había servido para la ceremonia de coronación Nicolás II.

La tradición se mantuvo hasta el último momento y solo terminó con el estallido de la Revolución bolchevique de 1917. El trágico final de los Romanov es de sobra conocido por todos. Más difícil de seguir es el rastro de sus huevos. Inicialmente fueron enviados a Moscú, donde se instaló el gobierno comunista. A partir de entonces algunas de esas joyas se perdieron y otras se vendieron por necesidades del nuevo régimen. Esto hizo que una parte fueran a parar a manos de coleccionistas de EEUU. Por esta razón la tercera colección de huevos imperiales más numerosa está en las vitrinas del Museo de Artes Decorativas de Virginia, que posee cinco ejemplares. También hay tres en el Metropolitan de Nueva York, dos en Washington y uno en Ohio.

El periplo de los huevos ilustra a la perfección las idas y venidas de Rusia ya que tras la caída de la Unión Soviética y la aparición de los nuevos millonarios que supieron sacar provecho del cambio de la situación política, algunas de las joyas de Fabergé volvieron a su tierra de origen. El magnate del aluminio Viktor Vekselberg compró a la familia Forbes de EEUU los nueve huevos que habían logrado reunir tras años de fervoroso coleccionismo. Según algunas fuentes, la operación superó los cien millones de dólares y fueron la piedra angular del Museo Fabergé que Vekselberg abrió en San Petersburgo. Ahora allí, además de los huevos, también se exponen otras piezas surgidas de los talleres de aquella estirpe de joyeros que, con su talento y creatividad, han pasado a la historia como uno de los grandes referentes de las artes decorativas.

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