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Mercedes Gallego

Mi vida sin ti

Un fumador frente a un estanco. MANUEL R. SALA

Cuando dejé de fumar el tiempo se estancó. Antes de decidirme a intentar si era capaz de cortar con una adicción que me atraía tanto como me traía a los pies de los caballos ya sabía aquello de que el tiempo es relativo. No es que lo descubriera en ese momento. Pero fue a partir de entonces cuando comprendí lo que de verdad significaba. Me explico. En medio del mar de dudas en que arranqué la gesta de plantarle cara a la nicotina, convencida como estaba en el inicio de la desintoxicación de que no iba a ser capaz de conseguirlo, me obsesioné con el tiempo. O más bien con su discurrir. Cuantos más segundos, minutos, horas, ratos... me separaran de la última calada, más se alejaba el fracaso de mi propósito. Y cada día que sumaba sin llevarme un pitillo a los labios era un paso hacia el triunfo.

Pero los días no se movían. Vapuleada por un síndrome de abstinencia que me tenía doblado ánimo y cuerpo a partes iguales, miraba hacia atrás para darme impulso y lo que a mí se me antojaban siglos, apenas eran suspiros. De eso, hoy puedo decirlo con orgullo, han pasado ya 20 años.

Ahora acaba de hacer uno desde que mi padre nos dejó ante del reto de afrontar nuestra vida sin él. Doce meses de vértigo en los que, pese a la vorágine que nos está tocando vivir, el tiempo se ha detenido nuevamente. Y vuelvo a mirar hacia atrás buscando el empuje que necesito para seguir caminado, pero el síndrome de su ausencia sigue tan vivo, tan en carne viva, como el día que se marchó. Sin que tan siquiera pueda agarrarme a la falacia de ir superando fiestas señaladas sin su presencia porque hasta eso nos ha robado el mismo mal que se lo llevó. ¡Lo que daría por poder fumarme un cigarrillo con él! Aunque después tuviera que emplearme en hacer frente a todas mis adicciones. La de su amor también.

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