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Una cama deshecha en una imagen de archivo.

 Tengo que cortarme las uñas de los pies, por ejemplo. Tengo que. ¿Cuántas veces al día me digo “tengo que”? Tengo que hacerme un análisis de sangre, tengo que llevar el coche a la revisión, tengo que comprar las pastillas para el colesterol, tengo que llamar a mi hermano, tengo que reunir los papeles para la declaración de la renta, tengo que cambiar el agua a los peces… Cuando era pequeño, mi madre estaba todo el rato detrás de mí, diciéndome: “Tienes que”. Tienes que hacerte la cama, tienes que lavarte los dientes, tienes que mejorar en Lengua, tienes que hablar más bajo, tienes que ir a misa… Me pregunto en qué momento de mi vida el “tienes que” dio paso al “tengo que”. Quizá al empezar a vivir solo, aunque no de inmediato. Al principio, frente a las obligaciones domésticas, me decía a mí mismo en voz alta, aunque imitando el tono de mi madre: tienes que recoger la cocina, tienes que cambiar las sábanas, tienes que poner la lavadora, tienes que afeitarte. No recuerdo el día en el que dije por ver primera “tengo que”. Y debería hacerlo, debería recordarlo porque supongo que fue un día importante, ya que debió de suponer el corte con el cordón umbilical que me mantenía imaginariamente unido a ella.

Viene todo esto a cuento de lo dura que es la vida, de las obligaciones que conlleva. Y no hablo de las obligaciones importantes, sino de las más simples, es decir, de las que no exigen la presencia de un notario. No vas a pedirle al notario que venga a casa cada vez que llevas la ropa al tinte. Tengo que llevar, por cierto, dos chaquetas de verano al tinte. Una de ellas se parece a aquella con la que amortajamos a mi padre. Mi padre jamás me dijo un “tienes que”. Mi padre se quedaba mirando la cama sin hacer, por ejemplo, y luego me miraba a mí con un gesto de decepción. He descubierto que yo, a veces, me miro a mí mismo con ese gesto de decepción. Estoy delante del espejo del vestíbulo, a punto de salir de casa para ir a comer con unos amigos. Llevo la chaqueta arrugada que se parece a la que le pusimos a mi padre en el ataúd. Me observo atentamente. No llego a decirme que “tengo que adelgazar”, pero es lo que expresa la mirada desencantada con la que me contemplo.

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