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Blastoides y ética

Imagen de un laboratorio.

La reciente publicación en la revista Nature del desarrollo en laboratorio, a partir de células humanas adultas, de estructuras que recuerdan la fase de blastocisto de un embrión humano (“blastoides” los han denominado sus autores) ha planteado el problema de la licitud ética de trabajar con estas estructuras. Ante lo delicado del asunto y lo fácilmente que pueden surgir errores de concepto, creo que es oportuno entrar a considerar este asunto.

Los últimos cincuenta años han visto cómo aumentaba vertiginosamente nuestro conocimiento de los procesos vitales básicos, de modo que ahora tenemos una imagen ajustada de cómo surge y se desarrolla un nuevo ser. Comprendemos el inicio de la vida como un proceso constitutivo, con un comienzo neto; el desarrollo posterior, como un proceso consecutivo, con crecimiento, maduración y envejecimiento, y la muerte natural, como el final, también neto, de ese proceso.

La dotación genética recibida de sus progenitores le proporciona al ser vivo su identidad biológica, pero durante todo su desarrollo se da una interacción entre el medio -que es siempre cambiante- y el ADN, que va cambiando con el paso del tiempo por esa interacción. Y, así, por un proceso de retroalimentación, está continuamente modificándose esa información. Que es, por tanto, información genética y epigenética: genes y medio son necesarios para que se autoconstituya un ser viviente.

Existe, por lo tanto, un primer nivel informativo: la secuencia de bases del ADN, que contiene la información genética propia del ser vivo y que le proporciona su identidad biológica a lo largo de toda su existencia.

Y existe un segundo nivel informativo: el programa genético, que es la secuencia en que se emiten, ordenadamente en el espacio y en el tiempo, los mensajes de los diversos genes: cada uno en su momento y en su lugar, cada uno cuando toca y donde le corresponde.

El primer nivel de información -la dotación genética- es idéntico en todas las células del organismo, y la utilización en cada lugar de sólo una parte de esa información -la parte que debe ser activada en ese territorio- es lo que permite la diferenciación espacial armónica y sincronizada en tejidos y órganos. Este desarrollo final conjunto, unitario, es la función del segundo nivel de información: el programa genético.

Por lo tanto, la identificación entre genoma e individuo es un error de concepto: los cromosomas y genes que determinan las características de un individuo de una especie no son lo que hace de él un individuo; no son más -ni tampoco menos- que lo que determina las características de su ser y lo que dirige su desarrollo; pero lo que le constituye en viviente, en individuo de la especie, es el arranque del programa genético.

El carácter de individuo que posee el embrión es también independiente del proceso por el que haya surgido. Para hablar de un nuevo individuo no es importante que sus genes procedan de la fusión de los pronúcleos haploides de una célula germinal femenina y otra masculina, o de clonación nuclear, o de la reprogramación de una célula adulta, o de cualquier otro proceso. Lo decisivo es la capacidad de la célula (o células) de partida para poner en marcha el “mensaje genético” comenzando por el principio.

En el caso de los blastoides de que hablaba al principio, hay que recordar que ha sido preciso reprogramar la información del núcleo de la célula original. Esta reprogramación no es una simple manipulación de un embrión ya constituido, sino que es ella misma constitutiva, y sin ella no se conseguiría el blastoide. Es decir, sin esa programación nunca se conseguiría iniciar el complejo crecimiento que da lugar a un organismo. Y eso es precisamente lo que diferencia un organismo en desarrollo de un simple crecimiento celular más o menos embrioide. Por eso estas nuevas estructuras no pueden considerarse individuos de nuestra especie. 

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