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José Manuel Velasco

La culpa la tiene ‘el clásico’

El Clásico: Real Madrid - Barcelona

El pasado día 1 de marzo se cumplió un año desde que el estadio Santiago Bernabeu se quedó vacío de espectadores. En aquel último enfrentamiento con público en las gradas, Vinicius y Mariano marcaron los dos goles que le dieron la victoria al Real Madrid frente al Barcelona en la enésima edición de “el clásico”. Diez días después el Gobierno de España decretaba un severo confinamiento, que paralizó una parte importante de la vida económica y social, incluida la liga de fútbol, en palabras del entrenador italiano Arrigo Sacchi, “la cosa más importante de las cosas menos importantes”.

Aunque la competición regresó a principios de junio del año pasado, los clásicos ya no son lo que eran, si bien estoy convencido de que volverán a serlo cuando el fútbol recupere el trono que en estos últimos meses le han arrebatado los jorgejavieres, las rocíitos, las Campos, los tentadores y, en general, los personajes que siempre sobreviven a la tele incluso cuando ésta les condena por necesidades de cuota de pantalla. Por cierto, entre los supervivientes a la exposición televisiva se encuentra un calcinado Fernando Simón, a quien el gobierno debe mostrarle un sentido agradecimiento por su papelón en el reality político de la pandemia.

El clásico es un magnífico ejemplo de la inutilidad de la polarización. Tras la recarga y la descarga emocional que suponen las conversaciones previas al partido y el partido en sí mismo, respectivamente, los seguidores del Real Madrid siguen siendo merengues y los del Barcelona blaugranas, gane o pierda el equipo al que dedican tus sentimientos. No se produce -al menos la ciencia periodística no tiene constancia de caso alguno- un cambio de camiseta, de tal suerte que un seguidor del Barça se pase a El Español o uno del Madrid al Atleti. Por supuesto, resulta impensable un trasvase del Madrid al Barcelona y viceversa. Es más, la victoria, emoción menos complaciente con el aprendizaje que la derrota, produce una mayor identificación con la camiseta propia, al tiempo que un desprecio por la ajena.

No deberíamos llamar “encuentro” a lo que realmente es un desencuentro partidario, recurrente y exacerbado. Algo similar está ocurriendo en y con la política. Comienza a ser un clásico el enfrentamiento entre Cataluña y Madrid.

En el lado catalán, el “España nos roba” ha ido girando hacia el “Madrid nos roba”, situando a la capital como el polo generador de una ideología centralizadora de carácter fiscal y fiscalizador. En el lado madrileño, aumenta la animadversión y el discurso contra los deseos independentistas de Cataluña, al tiempo que se presume del crecimiento económico que se deriva de la marcha de empresas como consecuencia del procés. Se olvidan los centralistas de que las ganancias de Madrid son en algunos casos pérdidas de otros territorios, lo cual significa una suma cero en términos de país.

La polarización es útil para los políticos que prefieren confrontar emociones y sentimientos a ideas y proyectos. Es mucho más fácil moverse en el terreno de las declaraciones que en el de las políticas, entendidas éstas como las directrices que conducen a los hechos. Las declaraciones tienden a la simplificación (“comunismo o libertad”), a la exageración y a menudo también a la mentira. En este tipo de estrategia, el contexto emocional lo es todo.

La política española tiene que empezar a huir del eje Madrid-Barcelona. El debate sobre lo que es España y lo que quiere ser en el futuro no puede quedar circunscrito a las personas que cogen el puente aéreo o el AVE que une las estaciones de Atocha y Sants y menos aún a las que ni siquiera los cogen y, en consecuencia, se posicionan desde ambos extremos de la línea sin vivir esa experiencia de normalidad.

España tiene 47,3 millones de habitantes, según los datos del Instituto Nacional de Estadística (a 1 de enero de 2020). De ellos, 14,1 viven en las comunidades de Madrid y Cataluña. Es decir, algo más del 70 % de la población española asiste al debate entre Madrid y Barcelona desde la barrera que significa la distancia geográfica. El distanciamiento físico evita a menudo que las emociones identitarias nublen el criterio.

Mientras que el mundo se descentralizaba y globalizaba, España se centralizaba en términos demográficos, económicos y políticos. Prueba de ello es que la provincia de Madrid ha multiplicado por seis su población en los últimos cien años, en tanto que el conjunto del país lo ha hecho solo por 2,2. En la dimensión económica, el Producto Interior Bruto (PIB) de la Comunidad de Madrid es un 15 % superior al de todo Portugal y representa el 19,3 % del español, mientras que la población apenas rebasa el 13 % del total.

La política española tiene que salir del barranco en el que ha instalado, una depresión en cuyas vertientes solo crecen las malas hierbas de la confrontación, la demagogia y los oportunismos. Gallegos, asturianos, cántabros (no sólo Miguel Ángel Revilla), vascos, valencianos, aragoneses, castellanos, riojanos, navarros, extremeños, andaluces, canarios, baleares, ceutís y melillenses deben hacerse escuchar en un tablero nacional que tiene muchas más cuadriculas que las que ocupan Madrid y Barcelona. El río del debate político no puede estar sometido a la presión de las escorrentías madrileñas y catalanas. España debe ser mirada desde todos los ángulos geográficos e identitarios, incluidos aquellos que no se ven dentro de tal visión.

Por eso, en términos futbolísticos sería bueno que un equipo ajeno a Barcelona o Madrid ganase la liga, algo que solo ha ocurrido en dos ocasiones en los últimos 20 años. En ambos casos el outsider fue el Valencia. Y que me perdonen los aficionados del Atleti porque su tesón merece mejor recompensa.

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